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noviembre 2025

El origen de los portadores de misterio
Francisco Araya Pizarro

Cuando el mundo de Vhuran se apagó, no lo hizo en silencio. Se consumió lentamente bajo un resplandor que devoraba el cielo, una aurora de fuego que marcó el final de una civilización que había alcanzado los límites de su propia soberbia. Habían levantado imperios, ciudades que flotaban sobre océanos y templos dedicados al dominio absoluto de la materia. Su fe se mezclaba con la ciencia: adoraban a los átomos, a los núcleos de energía pura, creyendo que cada partícula contenía la chispa divina del origen… y seguramente la ciencia les daba la razón.

Pero, en los últimos años antes del cataclismo, una secta surgió dentro de entre los suyos: “Los Portadores del Misterio”. Eran los custodios de un credo más antiguo que afirmaba que toda creación debía volver a su caos original para renacer. Su líder, Serath Om, profetizó que la “Divina Irradiación” pronto caería sobre Vhuran para purificarlo. Y cuando las fábricas nucleares del hemisferio occidental comenzaron a fallar, cuando los reactores brillaron más allá de su contención, los Portadores vieron en ello una señal.

Nadie creyó sus advertencias. Los gobiernos siguieron expandiendo sus centrales de energía, buscando convertir el planeta entero en una fuente de poder perpetuo. Hasta que llegó “el Día”. A las 13:47 del ciclo solar 9390, el corazón de Vhuran —el Gran Reactor Central— se fracturó. El estallido no fue una explosión común. El aire mismo ardió, el suelo se volvió líquido y una onda de radiación cubrió el planeta entero. Lo que no destruyó, lo transformó. Los sobrevivientes comenzaron a mutar. Sus cuerpos, antes frágiles, se adaptaron para absorber la radiación que los mataba. Su piel se volvió pálida, translúcida, surcada por vetas luminosas que pulsaban con energía. Los ojos se transformaron en esferas negras, capaces de ver más allá de la materia. Las palabras dejaron de ser necesarias: se comunicaban por pensamiento, por impulsos eléctricos directos entre cerebros que vibraban en la misma frecuencia.

Los Portadores del Misterio vieron en ello el cumplimiento de su profecía. Serath Om proclamó que Vhuran había renacido, y que ellos eran su nuevo pueblo.

Sin embargo, el planeta ya no podía sostenerlos. Los mares se evaporaron, la atmósfera se volvió un soplo de ceniza y las montañas colapsaron en polvo brillante. La radiación que los alimentaba también los mataba lentamente. Necesitaban más. Necesitaban moverse. Usando los restos de sus antiguas fábricas orbitales, los Portadores construyeron naves espaciales. No eran máquinas convencionales, sino estructuras vivas, fusionadas con su biología mutante. Alimentadas por la radiación residual del planeta, estas naves emitían un zumbido constante, como si respiraran. Serath Om y sus seguidores abordaron las primeras en despegar, mientras el suelo de Vhuran se partía en fragmentos que flotaban hacia el vacío. Cuando el último reactor colapsó, el planeta se convirtió en una estrella muerta. Los Portadores emprendieron su viaje al espacio profundo, guiados por una visión compartida: encontrar mundos donde la energía aún fluyera, donde el caos pudiera renacer.

Pasaron siglos. En su exilio, la secta se dividió. Algunos buscaban planetas vivos para absorber su radiación natural; otros, más fanáticos, deseaban acelerar la entropía de los mundos, “liberarlos” mediante el fuego nuclear. Así nacieron las Dos Voces dentro del credo: los que buscaban equilibrio y los que deseaban la destrucción. Los viajes deformaron aún más sus cuerpos. El vacío los moldeó, haciendo sus extremidades más largas, sus cabezas más anchas, sus pensamientos más densos. Aprendieron a viajar sin necesidad de motores, usando la energía de las estrellas moribundas como puentes de salto. Con el tiempo, las naves dejaron de ser vehículos y se convirtieron en extensiones de sus mentes: organismos conscientes, unidos a ellos en una comunión eterna. Serath Om murió —o trascendió— en el umbral del primer agujero negro que cruzaron. Sus seguidores afirmaron haberlo escuchado desde el otro lado, susurrando que el universo no era más que un pulso respiratorio, una serie infinita de nacimientos y colapsos. Desde entonces, cada Portador lleva su voz en la mente, una frecuencia tenue que los conecta más allá del espacio. Su existencia se convirtió en leyenda. En los registros de civilizaciones posteriores, los Portadores del Misterio aparecen como sombras en los confines de las nebulosas, como presencias que absorben la energía de los soles moribundos. Algunos astrónomos afirmaron haber detectado naves sin señales térmicas, flotando entre los sistemas muertos. Otros dijeron haber sentido sus pensamientos, como si algo los observara desde las estrellas.

En el planeta Khorin 9, los científicos registraron un fenómeno inexplicable: una tormenta de radiación que emergió de la nada, dejando tras de sí una señal desde la órbita. Decía:

“El fuego es el aliento de los que quedan atrás.
Del fuego nacimos, al fuego volveremos.
Porque solo el caos conoce el rostro de los dioses”.


Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Diseñador Gráfico, Community Manager y Escritor de Ciencia Ficción, publicó seis libros y más de diez relatos suyos han sido antologado, sus cuentos están en diversas revistas literarias de habla hispana, también, puede encontrar sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro

Francisco Araya Pizarro

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