Literatura
Narrativa
marzo 2025
No termina de morir, no acaba de nacer
por Hessling Herrera
La luz del velador titila y amenaza con despertar los reflejos epilépticos de Nuria, que entrecierra los ojos para repeler la intermitente invasión lumínica. Intenta, además, pasar desapercibida, como si continuase dormida. Se siente derrotada, debilitada por la resignación, abatida por el duelo y la vigilia. Se siente acongojada por el sometimiento. Escucha los pasos de su marido, que se despertó temprano, como siempre, y ya prepara los enseres para continuar con su faena sanguinolenta. Facundo empuña el taladro y le incrusta una mecha suficientemente gruesa, prueba en el aire que el contacto sea correcto y el tambor gira estruendoso. Nuria se cubre la cabeza con la manta y se atraganta en un llanto frustrado, respira agitada y le grita que, por favor, de una vez por todas, cambie el foco de la lámpara. Él hace caso omiso y continúa manipulando sus herramientas, prefiere no responder en vez de reaccionar con la crispación que últimamente se convirtió en habitual.
Ella no aguanta más la tribulación y rompe en llanto, ya de pie, en la sala, todavía en camisón, de frente a su marido.
-Ya dejá de hacer tanto alboroto, querida, te lo pido por favor -le espeta Facundo, impaciente con las manifestaciones de zozobra de Nuria.
La mesa de la galería está cubierta por pieles frescas, de una criatura que aparentemente acaba de ser despellejada y descuartizada con tanta mala desgracia que la sangre todavía irriga de los restos de entrañas que están esparcidas por el suelo. Él usa guantes y barbijo y juguetea con uno de los huesos, la escena es digna de una cámara frigorífica de carnicería, de un matadero de feedlot o de un quirófano con profesionales desprolijos y desquiciados.
Suena el timbre y se miran con gesto de alerta, Nuria se asusta, aunque ya conoce el protocolo. Tiene que decir que en ese momento él no está en la casa, bajo ningún punto de vista puede dejar pasar a nadie, no tiene que dar más información que la necesaria y debe evitar hacer mención a Gael, a riesgo de quebrarse y causar obvias sospechas. Nuria experimenta un miedo controversial, pero cuando abre la puerta encubre a su marido una vez más, siguiendo el protocolo al pie de la letra, impávida y sin temblar. Su piel pálida hace que la adrenalina sólo se delate en sus mejillas convertidas al rosado. Ella sabe que mientras actúa en la puerta frente al invasor que tocó el timbre vestido con un ambo azul y una planilla, Facundo la está vigilando a través de las cámaras, carcomiéndose de curiosidad por saber qué están hablando ahí afuera, en el umbral de la casa.
Al reingresar, el marido la interroga preguntando quién era y qué quería el hombre de ambo azul. Se alivia al saber que sólo era el agente sanitario y que lo único que necesitaba saber es si la familia tiene completo el programa nacional de vacunación.
– ¿Le dijiste algo de Gael, querida?
Ella niega meneado la cabeza ligeramente y con rostro aveloriado.
El hombre se calza los guantes y el barbijo de nuevo y enfila para la mesa rodeada de pieles, entrañas y sangre por doquier. Un alarido se oye desde el cuarto contiguo a la galería, donde Facundo tenía acceso exclusivo, con las llaves siempre colgadas de algún ojal de su pantalón. Nuria no reacciona al grito estridente y seco, acostumbrada por la taxidermia a ese tipo de escenas, sólo lo mira con gesto de interrogación porque el alarido causó en Facundo una reacción extraña. Mientras manotea la llave y se dispone a ingresar al cuarto, el marido le explica que el grito fue de un nuevo ejemplar que todavía se está adaptando a la sedación. La insta a que salga un poco, que tome aire, que no se quede otro día más en la casa sin hacer nada. Cuando Facundo finalmente atenaza la llave correcta se mete en el cuarto y se encierra. Otra vez se oye un quejido raro, como un pedido de auxilio sofocado.
– ¿Cómo le va, doña Nuria? Hacía tiempo que no la veía por acá. Y yo soy muy observadora, usted me conoce.
– Estoy tratando de evitar las harinas, Mónica, pero hoy voy a hacer una excepción. Dame seis medialunas, por favor.
– Yo no quiero ser metida, doña Nuria, usted me conoce, pero la gente dice que vieron a su marido con manchas de sangre en la ropa -mientras tanto con una pinza va guardando las facturas en una bolsa de papel madera-. Y varias veces escuché que digan eso, no quiero parecer chusma, usted me conoce, pero quiero ser sincera con usted, doña Nuria.
– Mire, Mónica, la gente saca conclusiones sin preguntar. Mi marido practica la taxidermia desde hace un tiempo, por eso muchas veces tiene manchas de sangre.
– ¿La qué?
– Una disciplina de técnicas para embalsamar o conservar cadáveres de animales.
– ¿Pero entonces él los mata? No es que yo quiera meterme, doña Nuria, usted me conoce, pero si esa “toxi-mer-mia” que usted dice es para embalsamar animales que ya están muertos no habría razón para que se manche con tanta sangre.
– Ay Mónica -lanza un bufido-, a veces le toca ultimar algunas especies ya condenadas a morir porque trabaja con un tratamiento especial para pieles jóvenes. Es menos cruel que lo que hacen los omnívoros que comen carnes “bien jugosas” -dice poniendo índice-mayor al aire para remarcar las comillas.
Nuria captura de un manotazo la bolsa de papel madera con las medialunas y se marcha diciendo que le agregue la compra en su lista de fiado. Vuelve a la casa y pone la pava, Facundo sale nervioso del misterioso cuarto, muy sudado y en estado de nerviosismo absoluto. La increpa, agitado, diciendo que esperaba que se demorara más. Ella se justifica en el caos del microcentro que la hastía, por esa razón, dice, fue sólo a la panadería y volvió.
Facundo tiene una jeringa en la mano. Ella nunca lo había visto con una. Nuria no puede evitar mirar el objeto con extrañeza y él lo nota. Por unos instantes cruzan miradas a sabiendas de que no hay vuelta atrás. Sin pensarlo, el marido reacciona y le hace una llave, la reduce y le clava la aguja en la carótida. Tiene planeado revelarle la verdad.
Cuando Nuria se despabila está en el cuarto misterioso contiguo a la galería, lo reconoce por dentro después de un montón de años sin haber entrado. Se encuentra yacente al lado de su hijo Gael, que parece muerto. Lo sacude como puede -está atada de pies y manos- hasta que logra que reaccione. Él también está anudado, ambos tienen la boca cubierta, apenas pueden balbucear. Facundo advierte los ruidos e ingresa raudamente, inyecta al niño, quien no demora en desvanecerse otra vez. Nuria se sacude afanosamente, su marido intenta que se sosiegue y entre en razón, él insiste en que necesita explicarle, que lo escuche, le implora que pare de zarandearse. Ella ahora sí parece haber desatado su epilepsia y corcovea con fuerza, de un lado a otro, febrilmente, como si estuviera experimentando una convulsión auto-infligida. Intenta hacer ruidos, ser escuchada, que alguien la auxilie. “Tenés que calmarte, querida. ¡Gael está enfermo! ¡No podemos tenerlo!”, subraya Facundo pretendiendo estérilmente interpelar a Nuria.
Facundo está afligido por la revelación ante su mujer y se desconcentra de neutralizarla, no se percata de que ella logra zafar una mano y, tomándolo por sorpresa, empuña la jeringa y la entierra en el cuello de Facundo con suficiente precisión para que el efecto sea prácticamente inmediato. El marido cae desplomado y se desvanece a los pies de la esposa. Nuria se apresura a desatar a su hijo y llevárselo, aunque esté inconsciente y no responda. Por alguna inexplicable razón no llama a nadie, no avisa sobre la revelación y lleva a Gael a la cama de la pieza de arriba, mientras Facundo queda encerrado en el cuarto contiguo a la galería.
Trémula y con la respiración entrecortada, la mujer mira incrédula a su hijo, abstraída en el rostro del niño. Hasta hace un par de horas pensaba que estaba muerto y que no volvería a verlo jamás. Le acaricia el pelo enrulado con su mano temblorosa mientras llorisquea. Sonríe con incontinencia al mismo tiempo que tiembla y solloza, en plena catarsis. Escucha un ruido desde abajo que la arrebata del trance y recuerda que su marido quedó apresado donde antes ella misma y su hijo habían estado cautivos.
Nuria baja las escaleras a toda velocidad, se para frente a la puerta para chequear que está bien sellada y en ese preciso momento Facundo baja el picaporte con toda la fuerza y mete un hombrazo que la deja palpitando de miedo. “Abríme, querida, dejame que te explique”, atrona el marido mientras da empellones a la puerta infructuosamente. De pronto suena el celular de Facundo, que había quedado sobre la mesa de la galería, entre las pieles, enseres y entrañas. “¿Quién es el ‘Doctor Cossimi’, Facundo?”, pregunta Nuria mientras captura el celular, él responde desesperado que no atienda, que primero lo escuche a él, Nuria sigue su propio impulso y acepta la llamada.
– ¿Cómo que mi hijo está enfermo y es peligroso? ¿De qué me habla?
– Tenga cuidado y manténgalo sedado, señora, hágame caso.
Al mismo tiempo que el doctor Cossimi repite sus advertencias se desata una tormenta que arrecia súbitamente con la fuerza estival de los aguaceros tropicales. En medio de ese concierto de lluvia se entremezclan los pasos veloces de Gael enfilando hacia la galería, a toda velocidad, con sus guantes de arquero y su buzo del Dibu Martínez calzados como armadura medieval. Se abalanza sobre la madre y le infringe una sucesión de golpes al ritmo de un simio embelesado por la sangre que va brotando. Gael muele a golpes a su madre y grita desaforado onomatopeyas de vigor, la deja dando estertores y se dirige hacia el cuarto donde está encerrado su padre.
Gael tiene los ojos con los iris color carmesí y los guantes ensangrentados. La tormenta se detiene sin preámbulo y Facundo confirma su peor sospecha desde adentro porque el olor fétido y acre emerge en miles de millones de efluvios en simultáneo e invade con un vaho espantoso. Gael brama “mirá que te como” y salta contra la puerta intentando derribarla. Fracasa, pero la tozudez de la criatura es obvia y Facundo opta por buscar dentro del cuarto con qué defenderse. Gael avanza más rápido de lo esperado y se precipita sin más mínimo titubeo sobre la humanidad de su padre. El parricidio no tarda porque uno de los cientos de golpes le hace rebotar la cabeza a Facundo justo en el parietal posterior. Se le desprenden los sesos, pero el niño enajenado no se percata, mientras sigue saltando sangre él sigue pegando. Sus gritos, ya sin la lluvia, alcanzan a oírse desde afuera.
– Doña Nuria, ¿todo bien? -dice Mónica de la panadería de enfrente que al escuchar los vítores de Gael cruzó a preguntar.
La criatura escucha el llamado de la panadera y suelta el cuerpo sin vida de Facundo. Gael sale corriendo al clamor de “¡doble huevo siempre, pa! ¡épicaaaa!” y se anticipa la suerte luctuosa que correrá Mónica.
Nuria despierta unos minutos después, todavía con diagnóstico agonizante, pero ya algo repuesta del ataque de Gael. Se arrastra hasta el cuarto y nota que Facundo está acabado. Ahorra lágrimas porque debe mantener sus fuerzas exclusivamente para seguir viva. Suena el celular de Facundo que está en su bolsillo, alcanza a sacarlo y lee notificaciones de que “@BadBunny_microcentro” y “@JRodrigoD96”, vecinos de la zona, están transmitiendo en vivo. Escucha que su propio celular recibe notificaciones homólogas. En los videos se ve a Gael, filmado desde ventanas de distintas casas del microcentro, atacando a cuanta vida humana se pone frente suyo. Los hashtags #niñoasesino y #monstruitodemicrocentro se vuelven trending topic en el país en sólo minutos. Se da a conocer al mundo con el anglicismo viral #happychildhood en el lapso de una hora. Sus teléfonos estallan con notificaciones, Nuria permanece aquietada como espectadora, con la espalda afirmada en una pared interna del cuarto misterioso y las dos manos manipulando un celular. Ya no llora, observa la pantalla inerte y absorta, con movimientos justos y maquinales. Interfaces precisas concatenando los reels y streamings que van actualizando el raid de Gael, quien ahora ruge como un león y farfulla a su paso “libertad, carajo, libertad”.
“Noelia Agustini psicóloga nuria”, aparece en la pantalla del celular. Ella mira por unos segundos sin reaccionar, digiriendo lo que lee, lo que ha visto en los videos, lo que pasó con Facundo que ahora está muerto, lo que ha venido pasando en los últimos días desde la supuesta muerte de Gael. “Noelia Agustini psicóloga nuria” insiste y ella atiende.
– ¿Hola, sí? ¿Noelia?
-¿Nuria?
-¿Qué hacés llamando a mi marido, Noelia?
-Nuria, te voy a explicar todo. Facundo ya te lo estaba por decir. Lo de Gael era necesario, ya te estarás dando cuenta. Está haciendo una cacería, ya mató varias personas y las fuerzas especiales de la policía todavía no llegan. Aparecieron dos de los que van en bici y Gael les quitó las armas, está disparándole a todo el mundo.
-¿Pero por qué no me lo dijeron, hija de mil puta? Es mi hijito. ¿Vos sabías que Gael no estaba muerto, Noelia?
-Es que Nuria, lo de Gael no tiene retorno. Facundo quería intentarlo y algunos lo estábamos ayudando. Pero le habíamos dado un plazo a Facundo y si Gael no volvía había que sacrificarlo.
-Pero, ¿qué le pasa a Gael? ¿por qué está así?
-Facundo ya había pedido asistencia a la iglesia maradoniana, esa era la última esperanza que tenía. Incluso los médicos del IMAC le dijeron que había perdido la cabeza y que, si lo dejaba vivir se corría el riesgo de que el niño matara cuando pudiera y terminara muerto, condenado por “sujeto peligroso” -cuerdo o loco, no importa- y, por lo tanto, merecedor de la pena capital. De un modo u otro, más pronto que tarde, Gael moriría de todos modos.
-Como todos los mortales, Noelia.
Nuria suelta el teléfono, desde donde todavía se oye a la psicóloga poniendo entre signos de preguntas el nombre de la madre de la criatura, con gritos cada vez más prosódicos pese a que la voz de Noelia en el teléfono se escucha cada vez más alejada. Nuria se arrastra hasta el cuerpo de Facundo, agarra un destornillador, recostada junto a su marido y, sin ninguna solemnidad y con determinación, se entierra la herramienta en el cuello.

