Literatura
Narrativa
febrero 2025
El Universo de Santiago
por Gastón Ludeña
A pesar del frío de julio, tiene el ventilador encendido. El viento helado le revuelve el cabello y sus puntas le golpean la cara causándole picazón. Voltea la vista a la izquierda y mira por la ventana de la pieza; el aspecto del espantapájaros le produce una mezcla de sensaciones, desde impotencia hasta miedo. Cuando Camila lo abandonó entre los hierros retorcidos del auto, él no quitó eso de ahí, a pesar de que la psicóloga le dijo que removiera cada recuerdo de su pasado.
A pesar de julio, no apaga el ventilador que le revuelve los cabellos y sus puntas le golpean la nariz dándole una molesta picazón. Se rasca con bronca y resignación al ver que a las seis de la tarde la oscuridad es tan profunda como a las tres de la madrugada. La pantalla de su computadora se le apagó igual que la lámpara del techo. La luz del escritorio es muy tenue y enciende el celular para ayudarse con la linterna, lo único funcional en ese aparato desvencijado.
En el invierno abunda la baja tensión. En el invierno, el servicio de emergencias no llega a tiempo y los aparatos que no funcionan se convierten en molestias inútiles que roban los espacios. Pero el ventilador continúa su ruido blanco, revolviendo los cabellos y haciendo que sus puntas le hagan picar toda la cara.
Toma un bolígrafo y escribe en el reverso de una boleta vieja de la luz la palabra “comprar” y dos puntos. A continuación, agrega “un celular nuevo”, frase que tacha y en su lugar pone “puré de tomates”, porque fideos tiene y gas, también. Gira la hoja y observa el número de emergencias de la usina, pero no puede llamar; en su celular, sólo funciona la linterna, ese pequeño cuásar que le perfora la vista. Mueve el aparato y la luz se refracta contra el negro cristal del monitor apagado, suficiente para colaborar con la lámpara de escritorio.
Voltea a su izquierda para ver el jardín. La luz de la calle parpadea débil, pero ese resplandor oscilante por la baja tensión, ayudado por el gris plateado de la luna en auge, es suficiente para mostrarle el espantapájaros con los brazos abiertos, mirando al suelo, cual Trapito sin ilusión.
Voltea la mirada a la derecha y el viento helado del ventilador vuelve a desbaratar sus cabellos. Ahora, además de hacerle picar la nariz, se le enredan en su barba de varios meses. Se centra en el reverso de la boleta de la luz; nada puede hacer con ella más que girarla y volver a la lista de “comprar”, dos puntos. Anota “cigarrillos” y acto seguido, comienza su deseo frenético de agitar las piernas. La impotencia lo hace mirar a todos lados y se da de lleno con el cenicero para buscar en su contenido una colilla que tenga algo más que filtros quemados. Toma a la elegida entre sus dedos y la enciende. El chispazo del encendedor se suma al pequeño cuásar del celular y a la lámpara de escritorio, generando un chispazo de iluminación absoluta. Pero el ventilador apaga la llama, le revuelve el cabello y su cara le pica. Por fin logra encender la colilla y tras la pitada profunda expulsa el humo formando una galaxia iluminada por un cuásar y una lámpara de escritorio. A millones de años luz de ella, sobre una repisa, observa mientras se relaja, los contornos de una muñeca de trapo, rellena de estopa. Los cabellos de lana roja se revuelven por el viento helado del ventilador que no se apaga aun en julio. “Somos dos”, dice él y sonríe.
Cuando Camila lo abandonó entre los hierros retorcidos del auto, él no quitó eso de ahí, a pesar de los ruegos de su psicóloga de que diez años eran suficientes para borrar toda huella de su pasado.
Luego de la satisfacción causada por la sonrisa cómplice y de una segunda pitada que le quemó el labio superior, vuelve a centrarse en su lista. Queso de rallar, ese queso barato adulterado con migas de pan o algo así. Se autoconvence de que no es aserrín; el dinero no le alcanza para comprar queso de verdad. Por suerte, fideos ya tiene y gas, también.
Siente la presión de unos dedos sobre los hombros y su corazón quiebra. Él respira profundamente para no llorar.
Estira sus manos hacia los costados, pero éstas no llegan más allá de los límites impuestos por la longitud de los brazos extendidos. La presión en los hombros desaparece. No hay nadie allí, más que el espantapájaros que lo mira desde el jardín y la pequeña muñeca de trapo, rellena de estopa, con sus cabellos hechos de lana roja revueltos por el viento helado del ventilador que no se apaga, a pesar de ser julio.
Vuelve al reverso de la boleta de la luz y agrega. “Una cerveza”. Tacha “una” y pone “tres”, una canita al aire. Por suerte no tiene que comprar fideos ni garrafa, porque gas, no le falta.
En el jardín el viento es tan fuerte que los árboles se mueven a su ritmo. El espantapájaros hace lo mismo, parece que camina o que baila… tan bien como lo hacía Camila junto a la huerta con el nacimiento de cada retoño. Ahora, el espantapájaros se menea con el viento, defendiendo de las aves una parcela de tierra muerta. Qué bien que bailabas, Cami, dice Santiago mientras revuelve en el cenicero buscando otra colilla a medio consumir.
Con un alta terapéutico por buena salud, un espantapájaros sin nada que espantar, una muñeca sin nadie que la haga dormir por las noches, un celular al que sólo le anda la linterna y una boleta del servicio eléctrico con un número de emergencias al que no puede llamar, vuelve a quemarse el labio superior. Pero no le importa y exhala otra galaxia. Millones de años luz más allá de ésta, la muñeca le sonríe con esa mueca de trapo, rellena de estopa, con sus cabellos de lana roja que se mueven al compás del cero absoluto que el viento helado del ventilador le sopla en pleno julio.
Sólo es cuestión de pararse de su asiento y acunarla para que se duerma. Pero no puede alcanzarla. Por más de que estire sus manos, éstas no pueden ir más allá del límite impuesto por la longitud de sus brazos.
A las seis de la tarde, en pleno invierno, la noche antojadiza le hace pensar que da igual que sean las seis de la tarde o las tres de la madrugada. Vuelve a sentir la presión de unos dedos en sus hombros y esta vez, no puede evitar un llanto tan fuerte que lo sumerge en un sueño profundo.
El cosquilleo de sus cabellos en la cara lo despierta a las seis de la tarde en pleno julio. Su mejilla yace sobre el reverso de la boleta de la luz. La tinta de la lista de cosas a comprar está corrida por el líquido de su baba. A la izquierda, mira al espantapájaros del jardín que dejó de bailar. Más allá de sus manos, sobre la repisa, la muñeca de trapo, rellena de estopa, ya no le sonríe. Sus cabellos de lana roja que se menean con el viento helado del ventilador le dicen que está cansada, que ya es hora de dormir. Pero él está a millones de años luz, tanto de la muñeca como del espantapájaros. Impotente, tira de un manotazo el cenicero, la computadora y su monitor apagado y el celular con su lucecita blanca. Las manos no alcanzan el cable del ventilador y el viento helado se le ríe en la cara que le pica por sus pelos revueltos.
A pesar de la ira, las manos de Santiago no llegarán a la muñeca para acunarla y hacerla dormir y ni qué hablar de Camila. El espantapájaros, la muñeca y el ventilador encendido en pleno julio, le recuerdan, una y otra vez, la impotencia que sentirá toda la eternidad.
La resignación no le alcanza. El olvido, tampoco. Es un ciclo que se repite y se repetirá como el flujo de las mareas, como las infinitas galaxias que creó y creará con el humo de sus colillas inextinguibles.
Al enfocar su mirada en el centro de la hoja, ésta aún está en blanco, su computadora con el monitor apagado volvió a su sitio; mira el celular y piensa que su luz blanca que refulge como un cuásar, podría servirle de apoyo a su lámpara de escritorio. El cenicero está al alcance de su mano, rebosante en colillas a medio terminar. Santiago, una vez más, sucumbe a la impotencia ante esos dedos que le presionan los hombros y le recuerdan que la eternidad es así: un recuerdo infinito de cuando, hace incontables eones, sus piernas apretaron el acelerador con dirección al acantilado y lo abandonaron entre los hierros retorcidos del auto, a las seis de la tarde de un helado julio.
A Diferencia de la aguja que siempre marcará la misma hora, el círculo vuelve a empezar.
Santiago toma un bolígrafo y anota: “comprar celular”, borra la frase y pone en su lugar “comprar puré de tomates”.
Gastón Ernesto Ludueña es novelista y narrador, nacido un 23 de agosto de 1974 en la ciudad de Buenos Aires. A los 30 años, comenzó sus primeras incursiones en la escritura. En el año 2003 fue diagramador y corrector en la Editorial Letra Viva en CABA. En el año 2008 se radicó a Miramar, realizó trabajos de diagramador en el desaparecido diario Crónica de esa ciudad. Actualmente, continúa sus trabajos de corrector, vía online, y tiene una participación en la antología Introspecciones en la punta del lápiz realizada por seis miembros de Artenpie, además de otras actividades relacionadas con la literatura.