Literatura
Narrativa
enero 2025
Feast of the clock waltz
por Barbarella D´Acevedo
Señor E., señor E., señor… Querido, señor E.
El cielo estalla en blanco a través de mi ventana mientras la música de Delibes suena atronadora en el tocadiscos. Ese tocadiscos fue una de las pocas cosas que traje conmigo de casa, la CASA. O robé…
Yo estoy de pie frente al espejo, que me refleja a mí y refleja a la vez el cielo blanco, fondo del cuadro impresionista… Yo, la mancha, la mujer, del cabello largo largo largo y negro fantasía y un vestido azul sobre el fondo blanco que es el cielo.
¿De qué color serán las nubes?
Entonces tiro con fuerza de un mechón de mis cabellos, y por un momento pienso que esta vez sí voy a llorar, que saltarán las lágrimas al fin, pero el pelo se desprende y no siento nada, nada.
No siento nada.
La piel de la cabeza, encima de la frente, queda llena de agujeritos, por los que no sale sangre ni ningún otro fluido, y miro una vez más con azoro mi rostro en ese espejo, aunque después quiero sonreír.
¿Te acuerdas como me gustaba desarmar los relojes de tu colección hasta encontrar el último tic tac?
Señor E., señor E., señor…
Y ya aquí yo no tengo un reloj, no sé medir el tiempo…
Hace rato ensayo modos de nombrarte, hace rato pienso que no debería llamarte padre, nunca más llamarte padre.
Aunque eso eres. O algo parecido.
Ahora tengo una ventana, que es solo mía, una ventana del tamaño de una persona, al menos de mi tamaño, alta la ventana, sobre la ciudad me sitúa a otra perspectiva… Y allá abajo andan los hombres pequeñitos y las mujeres, con su dolor y su hambre y los sueños. Tan distintos de nosotros y nuestra casa de acero, porque se construyó en acero la casa…, con su tocadiscos y la música de Delibes, que allí se escuchaba discreta. La C-A-S-A. Pero aquí no, aquí el tocadiscos grita y suda y vuelve a gritar. ¡La música! ¡Los violines! Toda la orquesta de cuerdas… Como quisiera que la oyeran también esos, los hombres pequeñitos y sus mujeres de allá abajo.
Antes también tenía una ventana, aunque no mía sino tuya.
¡CASA!
Cada mañana, casi a la hora gris en que amanece, llegan los pájaros. Veo, desde la cama, con mis ojos cerrados, su silueta del otro lado del cristal. Los párpados son apenas un velo, tela transparente, y mis ojos no descansan ni a la hora del sueño. Gorriones del mismo color de la ciudad, vienen a saludarme. Abro los ojos frente a la ventana y me acerco. Algunos escapan pero otros no. Yo espero paciente, tengo todo el tiempo del mundo, hasta que alguno se posa en mi mano. Mis dedos son una trampa, que los atrae, y caen uno tras otro, todos los días. Me he aficionado a comer pajaritos casi que para matar el tiempo, todo el tiempo del mundo. ¡Un pajarito! Lo trago, aunque sin hambre. Y lo siento aletear un rato en el estómago. Es algo vivo por fin dentro que me alegra, hasta que después, al rato se detiene.
Me alimento apenas de pájaros.
Esta ventana, la mía, me permite ver la torre, debo verla a cada segundo, minuto, a toda hora, incluso en las noches que paso en vela, siempre pasé muchas horas en vela. La torre al centro de la ciudad. Supongo que es difícil dormir siendo yo. Pero antes no sabía. Es imposible el sueño, aunque me gustaría descansar. Porque la torre me recuerda la casa, misma donde…
¿Qué dirías si me vieras alimentarme de pájaros?
No me criaste para eso.
¿Me alimento?
HAMBRE.
¿Cómo sé que el hambre existe?
¿Para qué me cri (e) -as- te?
Tenía razón la nana al sentir miedo. Si me viera comer pajaritos…
Señor E., señor E., señor…
Hace rato pienso en escribirte esta carta, pero no lo hago. Al menos no así, como hoy, sobre papel, con tinta, después del espejo cuadro impresionista… La pluma larga me acaricia el mentón, y me resulta indiferente. Noto que otra vez a mi piel le resulta indiferente. Estoy tan pendiente siempre de mi cuerpo. Pienso que vivo solo para intentar provocar reacciones en mi cuerpo.
No te escribo nunca, o sí, porque resulta que escribo esta carta todo el tiempo, casi como si pudiera hablarte, escribo dentro de mí, para conversar contigo. Aquí y allá. Despacio, mientras camino por el trazado circular de las calles en esta ciudad.
¿Sabías que existen ciudades así? ¡Circulares! La vida podría ser circular. La mía lo es.
Aunque salgo solo lo imprescindible. Hace tiempo rehúyo a la gente. Solo los miro de lejos. Lo imprescindible para mí es comprar una cebolla. Intuyo que te asombrarías al verme, cuando regreso con mi cebolla. O quizá reirías. Al entrar de la calle extraigo la cebolla de la bolsa de la compra. Cierro la puerta y miro la cebolla. La corto con tu navaja suiza justo al medio. No sé si es hábito o ritual… La navaja y el tocadiscos los tomé de la casa.
La cebolla exuda discreta un líquido amarillo entre mis dedos. Acerco la cebolla a mi cara y no me lloran los ojos. Corto la cebolla en un montón de pedacitos. Corto y corto, también mi propia piel hasta que sale sangre de mi mano, un hilo escaso que enseguida se detiene.
La cebolla es también uno de mis recuerdos, señor…
La nana, en la cocina, junto a mí, se sorprende porque no me lloran los ojos. Yo tengo entonces unos trece años y el vestido de muñeca con encajes y cintas, con el que no puedo apenas ni moverme. Mi cuerpo es el mismo de ahora, aunque también un poco diferente. Todavía no sé de pararme recta con la cabeza erguida, como tú siempre exiges.
La nana me saca de la cocina y me lleva al baño. Me desnuda para meterme en la bañera. Llena la bañera de agua. El agua está caliente, muy caliente. Lo sé, porque noto el vapor que inunda el cuarto y dejo de ver a la nana. Dejo de distinguir el dibujo en que la rosa se repite en la pared, dejo de verme mi cuerpo en el agua… Ella hunde mi cuerpo en el agua. Sujeta mi cabeza y no me deja salir en un rato. Bajo el agua sí que es posible ver bien. Cuento el tiempo, porque escucho allá afuera el tic tac de relojes. Y pasan los segundos, los minutos. Me aburro. Advierto mis piernas y mi ombligo, el vientre que ya no es blanco sino rojo, porque el agua quema, aunque yo no lo sienta, ni me queje. Y además, su cara de pánico… Después me saca y me abraza. Seca mi cuerpo, y me viste. Da tirones en mi pelo cuando me peina frente al espejo, y yo comprendo que solloza, aunque las dos callamos… No tengo nada que decir.
Me peino frente al espejo, y escucho el disco que robe de tu CASA, porque significa algo para los dos: Feast of the clock waltz
Hubo un tiempo en que solo éramos tú y yo, porque la nana se tuvo que ir, o quiso irse, quizá temía… ¿A qué podía temerle?
Yo…, apenas una niña pequeña y no esta trampa para pajaritos, todavía.
¡Una niña! ¿Te acuerdas?
Cuando me fui, solo quise escapar de los recuerdos. Aquí tengo muy poco, pero no necesito más nada… Solo el espejo, el tocadiscos y tu navaja suiza. Y a mí.
Este rostro es el mismo rostro de siempre.
Si bien, mi piel ya no se parece a la de antes. Está llena de pequeños cortes, pero no me importa. Lo hice para probar. Y también para desprenderme de ti, desprenderme mi cuerpo de tu ser, porque si todo es cierto, estoy tan ligada a ti… Y es absurdo.
Me doy tirones en el pelo, para arrancar cada uno de los rizos oscuros y perfectos, el pelo largo largo largo y negro, porque no me sorprende que no duela.
Es tanto lo que tengo para decirte, que ni sé por dónde empezar.
El cielo estalla en blanco en mis pupilas y sin embargo, no se me acumula ni una lágrima.
¡Pa-pá!
Tiro del pelo y la piel queda llena de orificios pequeños pero nunca me duele. ¿Y sin embargo, a qué debo mi profundo dolor?
¿Qué dirías tú si pudieras verme sin encajes ni pelo, mientras bailo en puntas de pie, como soñabas, al ritmo de Delibes frente al espejo?
¿Cuándo fue que lo supe?
No sé.
Ni siquiera ahora, mientras corto la piel de mi mano, mientras corto uno de mis dedos para ti. Ni siquiera ahora estoy segura. Podría todo tratarse de una condición, enfermedad. No sé. ¿Será posible?
No sé ni tus motivos. ¿Por qué? ¿Cómo?
¿Qué dirás tú cuando recibas uno de mis dedos? Así, acero sin hilo de sangre.
Ni siquiera ahora estoy segura.
O es que no quiero estar segura.
No sé. No sé, No sé.
¿Cómo saber?
Yo, la mancha, la mujer que fue niña, siempre al centro del cuadro, guardo en un sobre para ti, pedazos de mi cuerpo. Pero nada que no pueda repararse, ¿pa-pá?
Lo más difícil es conocerse una misma.
Barbarella D´Acevedo. (La Habana, Cuba, 1985). Escritora. Profesora y editora. Teatróloga, graduada del ISA y del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido múltiples galardones, entre ellos: V Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez de Coral Gables (2024), Premio en el Campeonato Internacional de Literatura Creativa desde La Habana (2024), Premio Palindromus (2023), Premio de la Ciudad de Holguín en Narrativa (2022), Hermanos Loynaz en Literatura infantil (2021), XIX Certamen de Poesía Paco Mollá 2020 (España), La Gaveta (2020), Bustos Domecq (2020), y Beca de creación El reino de este mundo por el disco de poesía Discurso de Eva (PM records). Ha publicado entre otros: Músicos Ambulantes (2021), El triunfo de Eros (2022) y Blanco y azul (2022) con Editorial Primigenios (Miami), Basilio y el deseo (DMcPherson Editorial, Panamá, 2022), Érebo (Aguaclara Libros, España, 2022), Nada temas, la vida te sonríe (Revista La Gaveta, Ediciones Loynaz, 2022), El triunfo de Eros (Editorial Ácana, 2022), Habana pulp mission (Ediciones Solaris, Uruguay, 2022), Los sufrimientos del joven Bela (El Faro Editores, 2022), Marea roja (Ediciones Arroyo, Argentina, 2022), Tren para Salinger (Ediciones Loynaz, 2022), La casa, el mundo y el desierto (Ediciones Hurón Azul, España, 2023), y Marea roja (Ediciones Enlaces, Chile, 2024). Su obra ha sido editada asimismo en diversas antologías a lo largo del mundo. Cultiva disímiles géneros: novela, cuento, poesía, literatura fantástica, literatura erótica, periodismo, crítica, teatro, literatura para niños y jóvenes. Ha sido traducida al francés, al inglés y al esloveno. Es considerada una de las voces jóvenes importantes en la Cuba actual.