Literatura
Reseña literaria
noviembre 2024
Reseña literaria: la reducción al absurdo del engañado Napoleón Bonaparte
por Guido Schiappacasse
Siendo tanto solo un escolar cursando octavo básico de enseñanza primaria, un día sábado del mes de agosto como cualquier otro, mi padre se levantó de humor blanco y con gorro de chef. Así, muy temprano por la mañana inició los preparativos, en el almuerzo disfrutaríamos en familia de uno de sus suculentos platillos con receta originada en su tierra natal, gozaríamos de una mezcla de verduras y exquisitas especias dispuestas con amor paterno en su sabroso caldo minestrone. Al terminar el plato, del cual aún me saboreaba en mis labios carentes de vello, invitó a mi hermano menor y a mí para que lo acompañáramos en la noche a ver en la televisión la película «El cuervo», basada en un relato de un tal Edgar Allan Poe. Tal vez, así dejaríamos tranquila a nuestra abuela materna y a nuestra madre compartir con las amigas que nuestra octogenaria gran madre había invitado esa misma noche a jugar canasta.
E hipnotizado fui por la cinta cinematográfica y su cuervo parlanchín que visitaba a un estudiante acongojado por el fallecimiento de su amada Leonora, un ave vestida de plumaje azabache que solo sabía graznar nevermore, ¡nunca más!, sumiendo con su repetitivo parloteo al educando en la más profunda soledad y locura. Y a mí ese canturreo no me dejó dormir, todas esas horas de oscuridad fui visitado en mi imaginación desatada por este avechucho, menos mal que el maullido espeluznante del gato negro de la vecina no se dejó escuchar esa noche del mes de los michinos, como era la costumbre habitual de este felino cuando se subía a nuestro tejado con ánimos de correrías y aventuras amorosas.
Y así fue como Poe me entreabrió la puerta a su mundo, un lugar que exploré febrilmente mediante la lectura de sus obras, en el verano siguiente a ese sábado de agosto por la noche. Edgar Allan Poe (Boston, Estados Unidos, 1.809 – Baltimore, Estados Unidos, 1.849) fue un connotado escritor, poeta, crítico y periodista, considerado un maestro del relato corto, como lo fueron sus cuentos de terror y el descubrimiento por parte de su pluma de la narración detectivesca.
A temprana edad fallecieron los padres de nuestro autor, pero fue recogido por fortuna por la familia Allan de Virginia. Estudió brevemente en la universidad, luego vistió el uniforme del ejército, pero fue sometido por su afición a las letras, dedicándose en cuerpo y alma al quehacer de Shakespeare. Esto le trajo los sinsabores y problemas monetarios propios de esta profesión, incluso su padrastro no halló gracia en la escritura de su hijo adoptivo y lo desheredó. Pero Poe persistió en su empeño, trabajó para algunos periódicos de los Estados Unidos de América aportando con relatos y crónicas, alcanzando por fin notoriedad en 1.845 con su célebre poema «El cuervo». También es autor de otras perlas de la literatura de todos los tiempos como «Las campanas», «El barril del amontillado», «La caída de la casa Usher», «Los crímenes de la calle Morgue», «El escarabajo de oro», «La carta robada», «El misterio de Marie Rogét»; sin olvidar a «El gato negro», considerada una obra culmine del terror psicológico.
Mas su pluma casi mágica no fue suficiente para protegerlo de las pérdidas, porque dos años más tarde, Virginia, su esposa, fallece de tuberculosis. Tampoco se cumplió el sueño dorado de Poe, editar su propio periódico. Finalmente, el alcohol, los psicotrópicos y los excesos se lo llevaron a los cuarenta años de edad. Sin embargo, su arte si supo sobrevivir en la literatura y en la música, tanto moderna como clásica; y asimismo inspiró cintas cinematográficas, en la pantalla chica; e incluso en los cómics.
Mas, pese a que nuestro autor es un consumado escritor del terror y de relatos policiales, hoy quisiese darme el gusto de explorar una veta menos conocida de Poe, la narración satírica[efn_note]Sátira: texto literario, en prosa o en verso, en el que, mediante el uso de procedimientos humorísticos o burlescos, se critican las maneras de ser o comportarse. Así, los vicios individuales o colectivos, las locuras, los abusos o las deficiencias se ponen al tapete mediante la ridiculización, la farsa o la ironía, con el objetivo de lograr una mejora en la sociedad.[/efn_note] o de humor negro[efn_note]Humor negro: tipo de humor que encuentra lo cómico en situaciones trágicas o desagradables, cuestionándolas o analizándolas mediante la sátira, y creando una brecha entre lo que se espera y la reacción cómica que produce. Este humor puede ser la punta de la lanza de la crítica social o puede ayudar a acompañar al que sufre, dado que el desafortunado puede encontrar lo cómico en el difícil acaecer que atraviesa.[/efn_note], es por eso que hoy os recomiendo dentro del género del cuento, descubrir el subgénero satírico a través del relato corto de Edgar Allan Poe, conocido como «Los anteojos»[efn_note]«Los anteojos»: magistral cuento satírico y de humor negro escrito por Edgar Allan Poe. Se puede encontrar en el siguiente enlace:
https://www.profesorenlinea.cl/Biblioteca/Poe_Edgard_Allan/Cuentos_seleccion/poe02.html#google_vignette[/efn_note].
Este escrito cuenta con un narrador en primera persona y con su primera frase ya atrapa al lector, porque propone el tema de la existencia del amor a primera vista, todo lo cual es satirizado por muchos siendo esto una moda; sin embargo, este es un sentimiento verdadero según los que saben pensar o sienten profundamente. Para demostrar la veracidad del flechazo del amor, Napoleón Bonaparte Simpson, el mismísimo protagonista de este relato, nos narra su propia historia.
Pero antes de aquello menciona que se considera un hombre apuesto y de ojos vívidos y pardos que no traducen debilidad en su mirada, pero la verdad es que es muy cegatón, pero colocarse lentes, ¡jamás!, porque considera que afean y deformar el rostro, dando un aire de gazmoñería, de santurronería o de envejecimiento prematuro; y él es un hombre joven y buenmozo de solo veintidós años de vida.
También nos explica que adoptó ese apellido, el que considera vulgar, porque fue la exigencia que le impuso Adolphus Simpson, un pariente lejano, a cambio de hacerlo partícipe de su herencia. Es más, Napoleón Bonaparte (respectivamente primer y segundo nombre del protagonista) con orgullo nos narra que en su linaje se cuenta con los apellidos galos Moissart, Voissart, Croissart y Froissart, siendo este último su verdadero apellido. Pero, esto del linaje y apellidos, ¿será un cabo suelto?, ¿qué tendrá que ver con el desarrollo de la historia?, demos más tiempo al relato y sigamos escuchando de boca de Napoleón.
Junto con su buen amigo Talbot, se acomodan en el palco. Pero, ¡oh, cosa mágica!, en medio de la penumbra y el comienzo de la ópera, Napoleón, siempre a ojos descubiertos, ve a una criatura de hermosura despampanante; se trata de una mujer un poco mayor que él, sentada en otro palco junto con un caballero y una moza más joven. Talbot le dice que reconoce al objeto del flechazo que sufre su compinche, se trata de la aristócrata de origen parisino madame Lalanda. Esta ánima se da cuenta de la impertinente vista con que ese jovenzuelo del asiento de arriba la contempla, y por ello, gira su faz en dos oportunidades, observándolo con detención, apoyada por los binoculares que se usan habitualmente en el teatro; es más, con un gesto de su cabeza le devuelve el saludo al encandilado mirón. Y este hechizado Napoleón, feliz queda al interpretar los gestos de la desconocida como una respuesta a su flechazo de amor; es más, hace jurar a Talbot que al día siguiente le presentará a su conocida a la una de la tarde.
Las horas pasan lentas para el enamorado a primera vista. Cerca de la hora de la cita va a buscar a su amigo a su domicilio, pero este sin previo aviso deja dicho que estará en el campo por unos días, así Napoleón queda a su suerte en esta conquista. Pero, «ni corto ni perezoso», Napoleón asiste a toda reunión o convite social y les cuenta a sus amigos que está prendado de tan bella mujer. Averigua donde ella aloja y le escribe una sentida carta, la cual es contestada con otra misiva, de tono romántico, por madame Lalanda. Finalmente, el enamorado y flechado Napoleón, la intercepta en el atardecer, a la hora de su paseo vespertino con su sirviente, por la glorieta, ya envuelta en la penumbra. Él la aborda con entusiasmo, le dice que la ama y que cree que ella por su comportamiento en la ópera y por su respuesta escrita, sin duda le corresponde. Su ángel con gracia se excusa de aceptar la impulsiva propuesta de matrimonio de su galán, aduce el decoro social ante tanta premura y la diferencia de edad. Pero Napoleón no está conforme, ella, según sus ojos sin gafas, no debe tener más de veintisiete años, algo que cree confirmar en un retrato de su serafín que tiene el número veintisiete inscrito en el dorso.
Madame Lalanda, para no seguir con los escándalos en plena vía pública, lo invita con decoro a su hogar porque esa noche se celebrará una tocata. En ese evento, entre tertulia y canto, Napoleón queda flechado aún más de su ensoñación, que junto al piano y a la joven que la acompañaba en la ópera pretérita, parece cantar con la dulzura de los querubines celestiales y al son del arpa de los arcángeles.
Madame Lalanda, por fin acepta casarse con él, es más, esta madrugada a las dos de la mañana contraerán vínculos en una capilla que ella conoce; solamente si este pretendiente cuando el sol ilumine el siguiente día y todo se vea con claridad, se ponga los lentes que ella trae del teatro, y entonces la vuelva a mirar. Él a regañadientes acepta empezar a usar gafas, todo sea por el amor de su dueña, es más, ya que su adoración le ha contado que su amigo Talbot ha vuelto a la ciudad, él sale en su búsqueda y en su domicilio lo encuentra; el compinche fugitivo deberá coordinar un carruaje que los espere a las afueras de la iglesia… Y todo lo planeado así fue hecho, ya casados llegan de madrugada al hotel de una villa a muchas millas de la ciudad. Allí, el dañado por la saeta del amor, cumple su palabra y ya bañado en la claridad del amanecer se pone los anteojos que le ofrece su visión. ¡Sí!, una visión de una vieja bruja octogenaria, hermosa si fue, pero eso el tiempo se lo llevó, ahora usa una peluca la anciana calva y sus dientes son postizos, sus arrugas faciales son surcos horadados en la tierra que el colorete no sabe rellenar, su cuerpo está todo fláccido y ha sido arrastrado por la gravedad, los rellenos de su ropa no son suficientes para ocultar aquella verdad.
Él horrorizado no comprende, limpia las gafas, se las pone de nuevo, ¡oh, terror!, sus anteojos no mienten. Ella, divertida con la escena le narra con lentitud, para que más dure el pesar de su víctima, que en su linaje cuenta con los apellidos Moissart, Voissart, Croissart y Froissart, que Lalanda es solo el apellido de su segundo esposo, que ella es su tatarabuela, la misma que viajó de París a Norteamérica en su búsqueda para heredarle su fortuna, porque no pudo tener hijos. Es más, ella no lo conocía ni lo había nunca antes visto, pero el caballero sentado a su lado en la ópera pasada le dijo quién era ese inoportuno mirón; y también le habló, como era «grito a voces» en toda la ciudad, de la débil mirada de Napoleón y la negativa de este a usar anteojos.
Entonces la vieja aristócrata decidió darle a su tataranieto un escarmiento por impertinente y se puso de acuerdo con su amigo Talbot, al cual ella sí ya había previamente conocido. Además, le explicó a su horrorizado interlocutor que la moza que la acompañó en la ópera y junto al piano era la hermosa sobrina de su primer marido; es más, aquella joven doncella fue la que cantó en la tertulia y a la que se referían inicialmente Talbot en el palco y los otros amigos de Napoleón. También le dijo al otrora galán cegatón que estuviese tranquilo porque nunca ocurrió el vínculo, el cura era un buen actor contratado por Talbot.
Así termina el relato de Napoleón Bonaparte Simpson, ahora usa gafas y no se las quita «ni a sol ni a sombra». Heredó la fortuna de la anciana y esta le hizo otro favor al emparentarlo a través del matrimonio con la primorosa sobrina. También Napoleón nos dice que para él terminaron los tiempos de las cartas sentimentales, rechazando de esta forma la veracidad de la ocurrencia del flechazo de amor.
Excelente obra, muy original, siendo esta capaz de seducir y llevar al lector por un clímax y un desenlace vertiginosos, después de pasar por los remansos del principio, en donde se refleja el enamoramiento a primera vista del protagonista, narrado mediante un relato acompañado y adornado con algunas alegres metáforas y otras risueñas comparaciones.
Ahora bien, en este punto me percato de que el autor al contar, a través de la voz de su protagonista, los apellidos franceses que forman partes del linaje del mismo enamoradizo cegatón, no deja un cabo suelto porque todo cierra perfectamente cuando la vieja octogenaria da a conocer su verdadera estirpe y los apellidos de sus hidalgos ancestros. Además, esto aporta más veracidad al descubrimiento de que la anciana tramposa y mañosa no es más que la tatarabuela de Napoleón Simpson; ¿o deberé mejor decir en propiedad Napoleón Froissart? Sin duda, este pequeño juego de parentelas muestra como el autor planeó, meditó y repensó muy bien su relato antes de ponerse a construirlo sobre el papel.
Además, esta obra deja un mensaje oculto que debemos desentrañar si queremos gozar del texto en plenitud. Napoleón hipotetiza que el amor a primera vista es posible y nos asegura que con el relato de su historia dará pruebas de ello; sin embargo, al conocerse este embrollo, el autor solamente hace una sátira del flechazo de amor, rechazando la veracidad del cariño a primera vista a través de una reductio ad absurdum[efn_note]Reductio ad absurdum: del latín reducción al absurdo. Considérese un método lógico matemático de demostración de la validez (o la invalidez) de proposiciones categóricas. Se parte estableciendo como hipotética la veracidad o falsedad de una tesis y, mediante la concatenación de inferencias lógicas válidas, se pretende llegar a una contradicción lógica (o absurdo). De alcanzarse esta contradicción, se concluye que la hipótesis de partida (que se había supuesto verdadera al principio) ha de ser por tanto falsa (o viceversa).[/efn_note].
Finalmente, pienso que Poe se burla con oscuro humor de los que no pueden ver ni siquiera el pizarrón en el colegio, no observan mientras conducen el cambio de color de la luz en un semáforo, ni menos leen debidamente la carta de su propio despido en su ahora otrora trabajo. Tampoco se escondan de esta sátira los que no pueden evitar que las letras de la pantalla del computador se les pongan a danzar o den cabriolas con evidentes bríos, o que vean el seis en vez del nueve y un siete que parece el uno; ustedes también sois víctimas de las burlas de Poe a causa de vuestra visión de topo y vuestra absurda negativa a usar lentes.
Pues bien, ¡¿qué se le va a hacer?!; si se necesitan las gafas habrá que usarlas y punto, de nada vale lamentarse, quejarse, o decirse a sí mismo que los anteojos te opacan el rostro. ¡Estupideces!, la belleza está en lo útil, y si es indispensable usar lentes, estos artefactos son bellos, adorables y hasta nos convidan una brisa de intelectualidad prestada.
Y mientras yo me burlo con sabiduría de mí mismo porque he sido en el pasado uno de los mentecatos con débil visión que se negaba por pudor a usar anteojos; ustedes gocen y rían con este enredo hasta que les dé hipo.
¡Hasta la próxima entrega!