Literatura
Narrativa
septiembre 2024
Una posibilidad de desenlace
por María Negro
Se oyó como una bomba, pero era la tierra. A las tres de la tarde del viernes, la Plaza de Mayo comenzó a partirse. Alarmas, gritos, pies aterrados de aquellos que pasaban, todo se quedó quieto cuando la voz de María Julia surgió desde ese hueco interminable.
— ¡Vulgares miserables!
Íntegra, impecable bajo el tapado de nutria, su cuerpo avanzó desde la tierra sin tocarla ni por un momento. Los aterrados se detuvieron a observar. María Julia levitaba desde sus pies descalzos, de uñas limpias, hacia la reja que protegía la Casa Rosada.
— Pero qué se piensan, cuánto puede soportar una. Qué clase de animales se cruzaron con nosotros para hacernos esto.
La puerta de seguridad cedió a su paso, así como cada ser humano que intentó detenerla de alguna forma. María Julia avanzaba, precisa, sin más demonios que ella misma, eso ya es una barbaridad. Los aterrados, curiosos, comenzaron a trepar la reja como aquella vez que velaron a Dios y era imposible verlo de otra forma. Creer sin ver es para pocos. María Julia se detuvo en el salón donde la diputada jugaba a la Play. La edil llevaba la concentración total de los sentidos sobre el Counter cuando María Julia le dio vuelta la cara de un sopapo. Con la mano abierta, el signo de humillación más comprendido desde el Homo Sapiens.
La diputada intentó articular lenguaje pero María Julia continuó, sopapo tras sopapo, corriendo el cuerpo breve de la muchacha sobre la pared.
— Sinvergüenza, chiruza de contratapa de diario, mirá que hubo pelotudas que pasaron por acá pero ninguna, entendés, ninguna me obligó a resucitar así, la puta que te parió, ninguna.
Los aterrados llegaron hasta los patios del palacio, aquellas palmeras sobre las que cantaron, trepados cuando el velorio de Dios, ahora parecían chiquitas para ver qué pasaba con la fantasma. La tierra estaba quieta, la tarde pelaba de sol y, como muñecos de trapo, los soldados del lugar estaban tirados, inertes, abúlicos.
El rey navegaba hacia tierras lejanas, la reina dormía la siesta en los brazos del coronel, en un cuartel de Boulogne.
La diputada intentó quitarse la vida tragando el joystick que sostenía en la mano. No pudo. Otro sopapo de María Julia, con la mano abierta y la voz inflamada en llanto, le arrancó el aparato y dos incisivos.
— ¡Por el amor de Dios! Pero si serás hija de mil putas, por el amor de Dios. Y yo voy a dejarte a vos el placer de desangrar a este pueblo, pelotuda miserable, pero cómo te pensas que voy a dejarte a vos la lujuria de ver, hija de puta, ver por primera vez a las sesentaydosmil organizaciones revolcarse con los Yankis. ¡Con todo lo que yo hice para que este milagro sea, la puta que te parió! Y vos, pedazo de grasa de chancho, me vas a cagar, esta me vas a cagar.
La diputada la miraba sin comprender, y probablemente no comprendía.
Los aterrados, sigilosos, desplazaron hacia el patio un elemento antiguo que descansaba en los fondos del palacio. Herrumbrado, pero útil. Pesado, pero eficaz.
María Julia no necesitó mucho más tiempo. Lo barato sale caro y se rompe con facilidad. La encontraron sentada en el sillón del endeudador, extasiada. La piel tersa debajo de la nutria. Los aterrados la llevaron en andas, como a las diosas, y es posible que no sonriese al sol ni al cielo sino a la guillotina cuando sintió la madera debajo de la nuca.
Los aterrados dejaron caer el peso que tensaba la soga.
Eran las cuatro de la tarde. La tierra no temblaba.