Literatura
Narrativa
septiembre 2024
La cera
por Olga Pérez del Bello
Cerró la puerta de un golpe y al dar tres pasos con los zapatos embarrados se dio cuenta que el piso brillaba más que nunca. El paraguas chorreaba como una espumadera y el charco a su alrededor cada vez era más grande.
—Y a esta que le pasa, justo hoy tuvo que encerar.
Se quedó ahí y no supo qué hacer con el desastre, si alegrarse o tener pena.
—¿Retrocedo o avanzo? Ma’ sí, ya es tarde para enmendar la cagada.
Se dirigió derechito al baño dejando detrás una estela, mejor dicho, un río barroso que empezó a corretear entre las juntas de los mosaicos.
Recordó los chancletazos de su madre cada vez que cometía un delito de éstos y pensó en la cara de culo que pondría su mujer.
—Que me diga algo y vas a ver cómo le contestó.
Ya en el baño, sonriendo como un chico que disfruta de sus travesuras, se sacó los zapatos, los escurrió bien en uno de los rincones salpicando con ganas la pared. Abrió y cerró el paraguas varias veces (para secarlo) hasta que las gotas comenzaron a resbalar por los azulejos, se sacó el perramus y lo colgó arriba de los toallones de ducha y salió lo más campante después de mear.
—Sí, sí. Que me diga algo. A quién se le ocurre encerar un día de lluvia.
La casa le devolvió un silencio espantoso con lo que supuso que su mujer y los chicos se habían ido. Claro, era él el que había vuelto temprano.
Al dirigirse al living, se dio cuenta que sus medias también estaban mojadas.
—Bueno, al menos estas huellas serán más leves— pensó a punto de largar la carcajada,
mejor dicho, lo hizo, se rió como un adolescente, a borbotones. Sacó sus medias y las escondió en el respaldo del sillón y ahí lo vió.
—Mucha cera, mucho trapo, pero se olvidó de guardar mi pantalón gris— prendió la tele, buscó TyC Sport, levantó el bollo de tela y así, sin acomodarlo, se dirigió a la pieza para guardar su pantalón en el placard.
Abrió la puerta con suavidad, no porque él fuese suave, sino porque mientras lo hacía seguía atentamente la entrevista que le hacían al Dibu Martínez.
Cuando se enfocó en el cuarto lo primero que vió fue el corpiño de su mujer en el piso, más allá su tanga, más acá una camisa y cuatro pies asomando por el lecho matrimonial. A un par lo reconoció, al otro no.
Retrocedió un paso, tomó la manija de la puerta y, con la misma suavidad con la que había abierto, la cerró.
No quiso molestar.