Literatura
Narrativa
mayo 2024
Correa
Luna Malfatti
Miré cómo la correa dejaba líneas rojas alrededor de mi muñeca. El Bobi tiraba y ladraba.
Los tirones del Bobi me hacían doler, así que giré un poco la muñeca hacia la derecha para liberarla. La correa, tirante, se le enrollaba en el cuello, haciendo que se le acumularan rollitos de grasa y los ladridos salieran apretados, casi ahogados. Caminé unos pasos hacia delante. Frené justo cuando las patas del Bobi tocaron el cordón de la vereda. Su hocico rozaba los vehículos que pasaban tan rápido que apenas podían distinguirse unos de otros. Autos grandes, motos llevando a adolescentes eufóricos, ciclistas impulsados por la pendiente de la avenida. Formaban una masa confusa, de movimiento constante, que apenas se disolvía para dejar pasar a los peatones.
Giré la muñeca. Si la movía hacia la izquierda, la correa me apretaba. Si la movía hacia la derecha, se aflojaba, y lo único que impedía que se soltara eran mis dedos. Mis dedos débiles, quebradizos, inútiles ante la fuerza del Bobi.
Miré, a mis espaldas, la entrada del quiosco. Desde donde estaba no podía ver a mi novio, solo la cola de gente frente a la caja.
Al lado de la entrada, a mi derecha, había una máquina de garra, llena de peluches truchos. Las pausas que hacía el Bobi entre cada ladrido me dejaban oír la musiquita alegre que emitía. Ladrido, musiquita, ladrido, musiquita.
Miré hacia el interior del quiosco. Veía la campera roja de mi novio al final de la fila. De esas camperas de invierno que parecían llenas de aire. Nunca me gustaron, pero mi novio tenía varias. La primera vez que entré a su pieza, y apenas me dejó sola, abrí su armario y le olí todas las camperas.
Lo que más me acuerdo de esa vez en su pieza fue la cama del Bobi, lo primero que se ve al entrar. El Bobi me recibió saltando de alegría y mi novio —que por aquel entonces no lo era— se dedicó casi exclusivamente a él durante esa tarde. Como el Bobi es chiquito, se lo puso en el regazo y cada tanto interrumpía la conversación para acariciarlo y susurrarle al oído.
La cola apenas había avanzado. Clavé los ojos en mi novio. No miraba para donde yo estaba.
Mi novio solo parecía mirarme cuando estábamos solos. Me abrazaba de una manera que me daban ganas de llorar. Me daba cuenta que siempre me dejaba hablar sola porque la garganta se me secaba.
El Bobi pegó un tirón que hizo que mi cuerpo se desestabilizara por un momento. Dos autos se tocaron bocina y las personas de la fila giraron sus cabezas en dirección a la calle. Mi novio también. Fijó la vista en el Bobi y su cuerpo pareció tensarse. Lo saludé con la mano que tenía libre, pero él seguía atento a los movimientos de su perro. Estábamos demasiado cerca de la calle. Entonces me miró. Sus ojos un poco extrañados, una sonrisa nerviosa. Hizo un gesto con la cabeza, como pidiéndome que me acercara a él.
Jugué con la correa. Sentía el corazón latiendo muy rápido, y a lo lejos escuchaba la musiquita de la máquina. Ladrido, musiquita, ladrido, musiquita.
Me miraba. Todo su cuerpo respondía a mí, todo su cuerpo estaba pendiente de lo que yo hacía.
La correa me apretaba. Ahora no. La correa me apretaba. Ahora no. Ahora tampoco.
Lo miré. Su sonrisa congelada, su cuerpo estático, ignorando la fila que avanzaba, el malhumor de los que esperaban detrás de él. Miré mi mano. Tenía los dedos flojos, relajados, y la correa solo daba una vuelta alrededor de mi muñeca. La giré despacito, viendo como las líneas rojas desaparecían.
Me gustaba la musiquita de la máquina.
Luna Malfatti (Argentina)