Literatura
Narrativa
marzo 2024
Medio Oriente
por Iván Molina
Mi última noche en Santiago iba a ser memorable; pero, al empezar a desvanecerse los postreros rayos del sol, aún no lo sabía. Fui a Chile como parte del equipo que supervisó la última etapa de la automatización en la extracción del cobre. Acababa de cumplir veintinueve años cuando, de pronto, me vi inmerso en un país desgarrado por las protestas de los mineros, las virulentas campañas en su contra desplegadas por los consorcios mediáticos y la infaltable represión indiscriminada de los carabineros.
Todo empezó con una llamada.
–¿Paul?
Al contestar, reconocí la voz de Daniela Schweblin, una de las asistentes ejecutivas de Chile Tech, el organismo privado fundado por los propietarios de minas para implementar la automatización.
–Sí, Daniela–respondí.
–Me alegra que me reconocieras.
–Tu voz es inconfundible.
La escuché reír brevemente antes de decirme por qué me contactaba:
–Varios de la oficina vamos a ir celebrar que la supervisión fue un éxito; ¿te gustaría ir?
–¡Claro!
–Espérame en el pórtico del hotel. Paso en una hora.
–De acuerdo –dije.
Calculé que disponía del tiempo necesario para terminar de revisar unos documentos en la computadora, ducharme y dejar casi lista mi maleta. Me prometí no regresar muy tarde. Al día siguiente debía madrugar, pues mi vuelo partía a las seis de la mañana.
*
Daniela fue puntual. Asumí que debía irle bien financieramente o que provenía del exclusivo círculo de familias acomodadas de la capital, pues llegó en un lujoso modelo del año. Me saludó con un beso en la mejilla.
–¿Imagino que no has tenido tiempo de explorar Santiago? –me preguntó.
–La verdad es que no –respondí–. El día que llegué (cuando te conocí), fui a las oficinas centrales de Chile Tech; después partí para Antofagasta, donde me integré al equipo de supervisión. Allí estuve una semana y luego pasé casi diez días entre Atacama, Tarapacá y Coquimbo. Hoy, al mediodía, fue que regresé aquí.
Con una sonrisa que no evitó disimular, Daniela empezó a describirme las maravillas de Santiago. Advertí en su voz un tono de satisfacción que ya me era familiar, propio de los sectores privilegiados de América Latina. La capital que se desprendía de sus palabras era la de las áreas prósperas y transnacionalizadas, con rascacielos y mansiones, agua potable, aire limpio, vigilancia extrema, amplias zonas verdes y bilingüe, no la de los campamentos, donde la esperanza apenas si se asoma en una solitaria bandera de Chile deshilachada por el viento y la lluvia.
–Vamos a ir a Kamazú Reloaded –explicó Daniela–, está en Constitución. Te va a encantar.
–¿Qué es eso? –pregunté con alguna inquietud.
Los ojos de Daniela brillaron cuando me contestó:
–Es de todo.
Tenía razón. Se trataba de una versión austral y en miniatura de Las Vegas, atravesada por un canal artificial, que discurría por una geografía luminiscente. Allí, competían –sin darse tregua– casinos, restaurantes, cafés, bares, discotecas, clubes nocturnos, salas de masaje, gimnasios, hoteles y boutiques. Daniela estacionó en el sótano de uno de los edificios y luego subimos a un exclusivo bistró, ubicado en el último piso, con vistas al cerro San Cristóbal. Inferí que mi acompañante era cliente asidua porque el maître la saludó respetuosamente como la “señorita Schweblin”, antes de conducirnos a una mesa dispuesta para doce personas. Dos sillas permanecían sin ocupar.
–¿Se acuerdan de Paul? –preguntó Daniela.
Después de observarme por unos segundos, los allí presentes se levantaron y me recibieron como si fueran amigos de toda la vida. Creí reconocer solo a dos o tres, pero decidí no discriminar, por lo que estreché manos, repartí besos e intercambié abrazos de acuerdo con el lenguaje corporal de cada una de las personas que se me acercó. Finalizada esta etapa, brindamos por el éxito de la automatización y el liderazgo de Chile Tech. Luego, empezó el interrogatorio de rigor. La primera ronda de preguntas fue sobre mi familia y mi lugar de nacimiento, la segunda acerca de la universidad en la que había estudiado, los títulos obtenidos y mis trabajos anteriores; y la tercera se centró en mis pasatiempos, estado civil (confesé que estaba soltero y no tenía compromisos) y expectativas. Dado que mi apellido es judío, presumo que, de forma deliberada, evitaron el tema de la religión.
Al terminar de satisfacer sus curiosidades, una de las jóvenes –si no me equivoco, se llamaba Cristina– me miró directo a los ojos y dijo:
–Paul, definitivamente eres uno de nosotros.
–¡Brindo por eso –exclamó Daniela– y porque regrese muchas veces más a Chile!
Mientras sonreía y gesticulaba para agradecer que me dedicaran el segundo brindis de la noche, me sentí un poco incómodo. La calidez con que me trataban me pareció sincera y, ciertamente, teníamos en común que todos los que estábamos allí sentados, además de ser blancos, altos y mayoritariamente rubios, devengábamos salarios protegidos contra la inflación y disfrutábamos de garantías laborales básicas. Sin embargo, sus visiones de mundo y sensibilidades, deudoras del humanismo de Milton Friedman, diferían profundamente de las mías.
Poco después de las once de la noche, empecé a despedirme. Agradecí a todos por la invitación –insistieron en pagar la parte de la cuenta que me correspondía– y le dije a Daniela que no se preocupara por mí, que podía volver en taxi a mi hotel. Súbitamente, escuché una voz detrás de mí:
–¿Cómo estás, Dani?
Volví a ver y quedé deslumbrado, algo que no pasó inadvertido para Daniela, cuyo rostro fue incapaz de contener un momentáneo gesto de decepción antes de murmurar:
–Paul, te presento a mi prima Mo.
–Mucho gusto –contesté, mientras estrechaba su mano.
–¿Ya te vas? –preguntó Daniela.
–Sí –respondió Mo–, solo vine a saludar a un amigo que está de paso y mañana va para Uruguay.
–¿Podrías llevar a Paul a su hotel?
Sin darme tiempo a que opinara sobre el asunto, Mo asintió:
–Claro, con mucho gusto. Vuelvo en cinco minutos y nos vamos.
Al alejarse, Daniela me dijo:
–Te advierto que Mo no es como yo.
–¿En qué sentido?
–Pertenece a la rama intelectual, izquierdosa y allendista de la familia.
*
Durante el trayecto de vuelta al sótano, Mo me preguntó por qué me iba tan temprano. Le expliqué la razón y entonces exclamó:
–¡Lástima!
–¿Por qué? –pregunté.
–Hubiéramos podido ir a tomar algo –respondió.
Vacilé por tres segundos, antes de contestar:
–Todavía podemos hacerlo.
Mo sonrió y su automóvil compacto se abismó en la noche como un fugitivo. Casi veinte minutos después, nos detuvimos frente al bar Strega, en las inmediaciones de la Universidad de Chile. Nos sentamos en una esquina, entre un grafiti ya descolorido del rostro de Víctor Jara y otro de una bandera de la Unidad Popular, sobre la cual alguien había escrito el inevitable “Venceremos”.
–Espero que no te incomode la decoración –dijo Mo.
–No veo por qué.
Sorprendida por mi respuesta, Mo me observó por vez primera con interés y replicó:
–Tal vez aquí no aplique lo de “dime con quién andas”…
–Exacto –intervine.
–¿Por qué entonces…–empezó Mo.
–…estaba con los de Chile Tech? –me apresuré a terminar la pregunta.
–¿Eres telépata? –se burló Mo.
De inmediato, me percaté que era la segunda vez que la interrumpía; entre disculparme o seguirle la corriente, preferí esto último:
–Aficionado, no profesional.
La imprevista risa de Mo disipó rápidamente mi turbación, lo que aproveché para exponer mi posición oficial:
–Soy un ingeniero en robótica que, por un accidente burocrático, terminó en un equipo que supervisa procesos de automatización en diversas partes del mundo; pero esto no significa que comparta los valores de la corporación que me emplea o de las personas con las que debo colaborar en cada país.
Por un momento, pareció que Mo iba a mofarse de mi declaración de principios; pero, en vez de eso, acercó su rostro al mío y preguntó:
–¿De dónde te viene lo subversivo?
Sus palabras me estremecieron porque, de improviso, colocaron sobre la mesa un asunto que aún era motivo de discordia en mi familia. Al recobrar el aliento, expliqué:
–Mi bisabuelo materno escribía para el Daily Worker, el periódico del Partido Comunista de Estados Unidos. Al empezar el macartismo, tuvo que exiliarse en México.
Luego de terminar mi cerveza, procuré orientar la conversación por otro rumbo.
–¿De verdad te llamas Mo?
–Mo no es mi nombre; es un acrónimo.
Divertida por mi perplejidad, añadió:
–Significa Medio Oriente. Durante mis años estudiantiles, lideré una organización a favor de los derechos de Palestina y de ahí viene el apodo.
–¿Cuál es tu nombre?
–Prefiero Mo.
–¿Todavía participas en esa organización?
–Ocasionalmente.
–¿Por qué?
–Se me dificulta por el trabajo. Soy bióloga y me especializo en el estudio de corales de agua fría. Coordino una investigación, financiada por una fundación europea, en el Fiordo Quintupeu. Ahora paso casi todo el tiempo allí y visito poco Santiago.
–Científica allá y activista aquí –dije.
–Sí –contestó Mo–, pero también vengo a ver a mi familia y amistades, y, de vez en cuando, a conocer ingenieros con algún residuo de consciencia política.
Iba a replicar, pero Mo no me lo permitió:
–Además, colaboro, de forma voluntaria, en un proyecto de remodelación urbana.
–¿De veras? ¿En qué consiste?
Enigmáticamente, Mo respondió:
–Tendrías que verlo para creerlo.
–Será la próxima vez que vuelva a Chile… –empecé a decir.
–No es necesario esperar tanto.
–¿A qué te refieres? –pregunté.
Mo acarició suavemente una de mis manos y dijo:
–Puede ser esta misma noche.
Todos mis sentidos se declararon en alerta. Mo, en vez de alejarse, se acercó más y me emplazó:
–Opción uno, te llevo al hotel y lo vas a lamentar el resto de tu vida; opción dos: me acompañás y…
Aguardé a que terminara la frase, pero pronto capté que Mo no tenía intención de hacerlo.
*
Cerca de las dos y media de la madrugada, Mo estacionó debajo del puente que conecta el parque Bolsonaro con la Plaza Milei. Alcanzó un bolso que tenía en el asiento de atrás y extrajo dos guantes largos de látex, un pasamontaña, unas gafas de seguridad industrial, una mascarilla antigases y un enorme envase de aerosol, sin etiqueta.
–¿Vamos? –preguntó.
Asentí.
–¿Seguro?
–Sí.
Escalamos sigilosamente la ladera más cercana y nos ocultamos detrás de unos árboles. Mo me señaló el objetivo: una escultura de cuerpo entero ubicada a mitad de la plaza. Por la posición en la que estaba, no pude identificar al personaje.
–¿De quién es?
Mo no se molestó en contestar. Se colocó el pasamontaña, los guantes, las gafas y la mascarilla, y esperó. La escuché respirar hondo antes de correr como una profesional en busca del oro al final de los cien metros planos. Al llegar a la escultura, se subió al pedestal, la escaló y empezó a rociarla con el aerosol, de la cabeza a los pies. Me pareció que duró un siglo en esta tarea, pero no debió tardar más de un minuto. Se bajó de un salto y pocos segundos después, al pasar a toda velocidad a mi lado, gritó:
–¡Corre!
Al acomodarme en el auto, ya Mo –desprovista de su equipo de remodelación urbana– tenía el motor encendido. Para no despertar sospechas, avanzó sin prisa en dirección a la Avenida Libertador, mientras unas sirenas, a lo lejos, interrumpían la quietud de la madrugada. Veinte minutos después, estacionó al frente de mi hotel.
–¿Te llevo al aeropuerto?
De acuerdo con su mirada, la única respuesta admisible a esa pregunta era un sí.
–No me tardo –contesté.
Subí a mi habitación, terminé de preparar mi equipaje, bajé a la recepción, pagué la cuenta y partimos para el aeropuerto.
–¿Cuándo regresas a Puerto Montt?
–Mi tren sale al mediodía. Después de dejarte, voy a descansar un poco.
Se despidió con una caricia fugaz en mi barbilla. Dormí casi todo el vuelo. Poco antes de aterrizar, revisé los titulares del principal telenoticiero de Santiago. No me costó encontrar el que buscaba. Al seleccionar el video, una joven periodista calificó de “atroz ataque terrorista” lo ocurrido en la Plaza Milei. Su escultura central fue convertida “en una masa amorfa” por un químico que, activado por la luz del sol, era “capaz de disolver el bronce”. Por un momento, la cámara se detuvo en lo único que permaneció incólume: la placa, colocada en la parte superior del pedestal. Leí: “Al doctor Henry A. Kissinger. Chile agradecido”.
Iván Molina (1961). Historiador costarricense, autor de numerosos estudios sobre historia de Centroamérica, en general, y de Costa Rica, en particular. Es también escritor de ciencia ficción. Sus relatos han circulado en revistas y antologías publicadas en México, El Salvador, Nicaragua, Cuba, Colombia, Perú, Brasil, Argentina, España, Italia y Alemania.