Literatura
Narrativa
junio 2023
Hoy 20 de octubre
por Máximo Solano Vélez
Hoy 20 de octubre, el mundo amaneció con una mañana asalamandrada, vieja e imponente, oxidada y ocre, moribunda pero sobre todo digna, como la barba de un vikingo que cae en Northumbria a manos de un inglés. Nace con el curso del sol, apagado y deslucido, Gustav, franco de nombre, inglés de paternidad y americano de nacimiento. Hijo de Sajonia convertido en paria Angelino.
Vio la ventana a los ojos, siguiendo el curso de algún cirro descuidado descuidó el tiempo que le quedaba para su cita. ¡Qué tedio! ¡Qué desdicha! ¡Qué tragedia la de vender la persona por unos centavos a la televisora! Un programa visto por octogenarios ignorantes de hijos y mancos de amigos, veladores de informerciales y catadores de dramas embotellados, ahogando sus penas frente a la desdicha del desgraciado, Gustav llamado en este caso, que por la tímida cantidad de doscientos dólares a favor (y dos quilos y medio de dignidad en contra) participaría en un programa de concursos para conseguir irreales diez mil dólares para gastarlos en el sueño escocés, irlandés, ruso o mexicano con olor a ebrio y sabor a amnesia. Derrochar en amigas de una noche en tu burdel de confianza y probar el ámbar del amor por cincuenta la hora. O bien comprar un flamante corcel alemán o japonés, semi-nuevo con tres dueños, a cuatro plazas y mil y una posibilidades de arrebatar miradas de dos mil y dos muchachas, o al menos eso dicen los vendedores vendiendo la marca de la que maman migajas para vivir.
Se puso su cara de siempre, se metió en sus zapatos y vistió su traje con una chaqueta. Alisó sus pestañas y pestañeó sus alas hipotéticas, decoró sus barbas y barbó sus decoros. Se puso perfume de flores inexistentes y partió a la calle sin que su casero y su deuda lo abordaran, dejando una estela con olor a derrota y lavanda en un tubo de ensayo. Tomó la vía más amplia y el camino más largo, caminó en la calle y casi lo atropelló un ejecutivo sin rostro, insultó a su madre y le entró de repente y sin pleno aviso una soledad magra y ensordecedora que inundó las calles, las aceras y el corazón.
Llegó a la televisora, saludó sin saludados y fingió confianza ante un productor con desconfianza en los ojos que le dijo que pasara rápido a maquillaje esquina con camerinos. Se sentó junto al conductor desprovisto de máscara y cara de espejo y soportó los polvos que ocultaban la palidez de su cara helada, hielo heredado de la blanca Dinamarca. Esperó la entrada y respondió las preguntas del ayudante general con ojos de sueño y voz de derrotado, jamón barato en el aliento y cigarro falso en el hedor. Esperó y esperó y cuando el espejo-conductor dió inicio al programa entró Gustav triunfante, escondido tras el maquillaje de polvo y falsa seguridad que promovía la euforia del público. Dijo su nombre pensando en su madre, y por medio momento entró en él remordimiento por no honrarla como se debe. Explicó el espejo el juego del programa y Gustav sin entender muy bien y con la melancolía de su madre resbalando de su ojo izquierdo, entró a una cámara de cristal de donde cayó una cascada de pelotas blancas, suaves y artificiales que inundaron hasta las rodillas del pobre Gustav. Ni perezoso sí corto, Gustav buscó entre las pelotas blancas la única colorada, tenía un octavo de media hora, sumergió la cabeza en las esferas y por un instante entero, un instante casto, prístino y claro; un instante eterno en su relato y más importante que sus treinta y tres años, Gustav vio en una esfera transparente a un pueblo, una historia, una familia. Vio una escena clara que quedó grabada en su ojo derecho de por vida, sin dudas, despejada.
Vio un cielo azul, despejado y bello, una casa pequeña con paredes de piedra y techo de paja que danzaba al compás del viento, un campo de lavandas bailarinas que se movían en sincronía con un riachuelo que llevaba a cuestas el agua más clara que vio en su vida. De la casa el humo hogareño de alguna comida recién preparada, o un leño cálido que reconforta. Vio a niños corriendo por el campo, jugando a ser niños sin saberlo, con inocente alegría. Vio a una madre que abrazaba a un pequeño llorando por una caída reciente y una recién descubierta sensación de ardor en la rodilla que era suprimida por el amor de una madre consolando a su niño. El viento movía los cabellos de la madre y la madre y, por una casualidad que pasaba por ahí con bastón y bombín, vio sin ver a Gustav a los ojos, sonrió y siguió con su pequeño.
La melancolía del ojo izquierdo desbordó un río por las mejillas de Gustav, cayó al piso pero le caló en el pecho. Perdió Gustav en el programa, lo echaron a punta de elogios punzantes y aplausos programados. Llegado a su casa, evitando al casero, saludando a la vecina, abriendo la puerta, llegando a la intimidad de su almohada, cerró los ojos, una soledad apretaba con fuerza su pecho y no lo soltaba ni un momento, pensó en su madre, su abrazo y beso, sus buenos días y buenas noches, y su corazón se detuvo.
Máximo Solano Vélez, México, 2003. Estudió aviación y es piloto, sin embargo su pasión son las letras y lleva escribiendo ya hace tres años. Cuando tenía diecisiete años se incorporó en un programa de creación literaria hecha por la revista Migala donde aprendió las bases con las que escribo sus textos. Sus más grandes influencias son Fernando del Paso, Borges, Yeats , Joyce, entre muchos otros. Tuvo experiencias trabajando en revistas de reseñas de series y películas.