Literatura
Narrativa
junio 2023
BRAVUCONES EN UNA TARDE DE PLAYA
cuento por Sonia Ramón
Son dos niños flaquísimos de piel trigueña y melena castaña. Se tienden a tomar el sol como si sólo les correspondiera un día de vida. Fermín y Julio, más conocidos como “los siameses”, se separan apenas para dormir, asearse, o ir a la tienda por el mandado. Hoy gozan de casi todo lo que ocurre a su alrededor, incluso del calor hiriente de la arena. Sonríen con el vaivén de las olas que lamen sus cuerpos menudos, las aguas se llevan de algún modo el sufrimiento causado por la ausencia de la madre. ¿Cómo es que alguien puede desaparecer así no más, sin dar aviso? El tono de la arena se pierde en el tostado de sus pieles acostumbradas a la vida marina. La playa es un santuario para estos hermanos que inventan historietas y juegos frente a su padre, abuelos y amigos, es su forma favorita de libertad. A menudo imaginan que se transforman en domadores sonámbulos, depredadores humanos o fenómenos de circo. Es junto al mar donde pueden ser auténticos, donde vuelve su madre a acariciarles las mejillas, donde son lo que se les da la gana; incluso los tiranos de algunos países ficticios. Suponen también cuáles podrían ser sus expediciones más importantes en la edad adulta. Por fortuna, en siete años podrán decidir por sí mismos, votar, conducir, fumar y beber.
Julio, el menor de los hermanos, fija la mirada en la línea del horizonte, en los movimientos acompasados del agua, al tiempo que Fermín se ocupa de vigilar con suspicacia a un tercer niño rubio, un querubín de ojos astrales y labios granate que se acerca a ellos poco a poco, mientras los observa de soslayo.
—¡A qué no eres capaz de meterte al mar! —le grita Fermín al niño. El rubiecito hace caso omiso.
—¡Ah, ya sé! ¡Es que tu mamá no te deja! —apunta Julio y se echa a reír. Muestra sus encías anchas, su cara se trasforma, por un segundo, en la de un calamar vampiro.
—¿No ves que es una niñita? —agrega Fermín también con una carcajada.
—Apuesto a que este borrico duerme con su osito de peluche —grita Julio, sus encías parecen ahora más oscuras. El querubín avanza en silencio. En su expresión los hermanos advierten, más que nada, una honda congoja.
—Su mami debe estar preparándole la mamila —grita Julio entre risotadas.
El gesto maligno en sus rostros los convierte, por un segundo, en alguno de esos fenómenos de circo que han imaginado tantas veces. Atento a las palabras de los hermanos, el rubiecito se aproxima con sospechosa imperturbabilidad, en su gesto no existe asomo de incomodidad, furia o humillación.
—¿Por qué no respondes?, ¿es que eres idiota o qué? —grita Fermín arrimándose al querubín, camina hacia él con las manos sobre la cintura, enseguida lo agarra de las muñecas y lo arrastra un par de metros.
—¡Cava un hoyo, pronto, que vamos a enterrarlo! —ordena Fermín con un grito a su hermano menor.
Julio se muerde el labio inferior y tiembla, sin embargo, obedece a la instrucción con ayuda de su pala. El querubín no opone resistencia, por lo que la maniobra resulta más bien sencilla. Los hermanos agarran a su víctima y la arrojan al agujero. Lo cubren enseguida con esa arena que, en cuestión de un segundo, le hiere la piel. Ante esa imagen de la cabeza sobresaliente del niñito los hermanos se regodean, se agarran el estómago en medio de carcajadas, lo señalan, saben que la inclemencia del sol de las tres de la tarde acabará pronto con la blanca y tersa piel del cautivo. Aprovechan, además, para ir hasta el parasol donde han colocado sus pertenencias, allí beben jugo de sandía, agarran sus teléfonos móviles y le toman fotografías a su víctima desde distintos ángulos. No lo han acordado, pero su propósito es capturar hasta el más mínimo detalle de la humillación.
—¡Monito, vas a quedar como un camarón! —le grita Fermín al niño, que sigue inerte. El rubiecito cierra los ojos. No chilla, no insulta, no amenaza.
—¡Pequeño y estúpido cobarde, no mereces ni un escupitajo! —grita Julio.
—¡Ve donde tu mamita a quejarte, pedazo de bestia! —lanza Fermín.
De todos los juegos, sin duda, este ha sido el más inquietante, el que les ha removido las tripas. Es ahora el sonido de las olas lo único que oyen. Un segundo después abren los ojos ante la sorpresa. ¿Qué ha pasado? ¿A dónde ha ido la cabeza del torturado? Los hermanos advierten un breve sacudón bajo la arena. Julio retrocede con la boca abierta mientras un dedo comienza a sobresalir del montículo. No es el dedo del niño, no, parece tan grande como el de un jugador de la NBA. Enseguida, en medio de un remolino emerge el pie derecho completo, el izquierdo, también las manos, luego unas rodillas que parecen cocos, unas canillas velludas, unas largas piernas y un pecho anchísimo. Fermín y Julio se quedan de piedra. El hombre de uno ochenta y cinco de estatura se sacude los restos de arena con urgencia y se incorpora frente a sus tímidos verdugos. Ante la mirada lela de los niños, sin decir una palabra, les arrebata los móviles y se aleja unos pasos. Luego, sin titubear, arroja los aparatos al aire.
—¡Papá! ¿Pero qué haces? ¿Te volviste loco? —grita Fermín con la voz entrecortada.
Los móviles se desploman sobre la arena convertidos en pequeñas conchas marinas que los hermanos observan con el ceño fruncido y la boca cada vez más abierta. El hombre calla, se da media vuelta con la cabeza gacha y se aleja a paso lento. Los jovencitos no se atreven a seguirlo, ni a suplicar. ¿A dónde irá papá tan triste y enojado? Maldita sea, al final todos los juegos se convierten en dolor. La playa ha quedado desierta. Ni siquiera se asoman el perro negro vagabundo de barbas o el vendedor de helados. Alguien ha dejado a la mitad una botella de ron blanco sobre la mesa, junto a la ropa, las sandalias y el bloqueador solar.
—Si todo hubiera salido según mi plan, le habríamos enterrado la cabeza, habría perdido la conciencia en dos o tres minutos y muerto por asfixia unos diez minutos después —dice Fermín mientras se sirve un trago: mitad jugo de sandía, mitad de ron.
Julio, con los ojos vidriosos, alista un vaso y se sirve un trago puro. ¿Por qué diablos esperar siete años para gozar de los favores del alcohol? Fermín se sorprende de la tremenda influencia que ejerce sobre su hermano menor. Alguna vez, tras la puerta de la cocina, escucharon a su madre decir que el ron blanco le ayudaba a ver menos imbéciles a los imbéciles, y el dorado, a descubrir por qué diablos la vida es una experiencia, a veces tan feroz y tan chispeante… a veces tan desabrida.
—Fermín, con mamá aquí todo sería distinto, ella era la reina de la fiesta. Papá no es más que un pobre ilusionista, ¿te has dado cuenta de que cada vez detesta más vernos felices? No podemos fallar de nuevo.
—No, no fallaremos de nuevo.
Sonia Ramón. (Bogotá, 1978). Es egresada del Taller de Escritores de la Universidad Central, especialista en Creación Narrativa y máster en Programación Neurolingüística. Ha sido ganadora y finalista en varios certámenes de cuento y novela en Colombia. Algunos de sus textos han sido publicados en el diario El Tiempo, revistas literarias impresas y virtuales, así como en diversas antologías. Pertenece al colectivo literario La Lupita. Desde 2009 se desempeña como asesora editorial independiente.
Más en: www.soniaramon.com / Instagram: @sonia_ramonv / Correo electrónico: sonia@soniaramon.com