Literatura
Narrativa
mayo 2023
EL TAXISTA
por Diego Gutiérrez
Iba cruzando por La Florida, cerca al cementerio, había terminado de hacer una carrera a dos jóvenes que lucían un estado de embriagues, tanto que, tuvo que soportar el insulto. El hombre siempre aguanto todo, digo esto, ya que su esposa, la hija de… bueno era una cosa complicada, yo le dije que habría que buscar un espacio perfecto para segregarse de la infelicidad, abandonarla cuando menos ella espera, pero caso, nunca me hizo caso. Era un buen tipo, no hablaba mucho, la verdad, sus mejores palabras venían expresadas en sus gestos. Era viejo, y «gracias» era lo que más frecuentemente se le conocía en decir, «gracias».
Fuimos vecinos durante veinte años, con otros dos viejos le teníamos apodado “El Coco”, pero su nombre era Francisco, sé que es jocoso su alias con el que nos referíamos a él, se lo pusimos porque jugaba con su nieto a los sustos nocturnos; el resto, incluida su familia, le decían «pacho», a veces «pachito», algunos, quizá «hijueputa».
Se dice que pasaba frente al cementerio y sentía que su estómago empezaba a crujir salvajemente. Desesperado, el hombre frenó y levantó el torso con la pierna derecha, sacó el trasero para ver si relajaba una flatulencia, aunque el dolor seguía siendo intenso que no hacía sino morderse los labios, inflar las trompas y ceñir los ojos. Sí, ocurrencias que le pasan a todo el mundo. Y bien, cuando la cosa se puso serena, él dio paso a una reflexión diacrónica de su vida, volteó a ver a su izquierda y contempló la entrada del cementerio de aquí, de Suropolis, vio como un jovencito daba vueltas en la reja, ¿sería el celador? Qué sé yo, su uniforme podría evidenciarlo, aun así, daba vueltas en círculo, y era algo a lo que a Francisco le llamaba la atención. Nótenlo, ver a un joven, que daba vueltas en círculos sin sentido alguno, un celador dando giros con sentido alguno, un celador que miraba en círculos. En fin, cuando de pronto, lo sorprendió aquellos golpecitos en la ventana tocada por unos nudillos, unos nudillos bien longevos, cansados, ¡qué cosas!, y fue allí cuando se encontró a la monja, ella acababa de salir del cementerio, había visto el taxi de Francisco parqueado enfrente y se le acercó.
—Necesito ir al Villanueva —dijo ella.
Francisco solo asintió y desbloqueó el vehículo. Aquí ya había algo raro, ella no se subió en el asiento de copiloto, ¿por qué no lo hizo? Qué sé yo, ella fue subiéndose atrás y mi amigo aceleró sin perturbaciones.
Durante la carrera, no hubo sino silencio, en dos ocasiones, Francisco alzó la mirada al retrovisor y todo normal, la monja iba atrás inmóvil. Francisco tendría duda en poner la radio, seguramente luchaba en decidirse, siempre era así el viejo, si lo hacía o no, que «¿qué dirán si hago ruido?, ¿les gustara mi música?, ¿y si mejor no la enciendo?», y más vainas como esas. Al menos en esta ocasión la había encendido, sin dudar apenas la dejó en lo primero que sintonizaban: diez muertos a cuchillo.
—¡Aaaah! —había dicho la monja.
Francisco hizo un gesto de burla, el viejo era un viejo hijueputa. Cuando murió su padre, lo que hizo fue abrir la tapa donde se ve el rostro del difunto, fumarse un cigarrillo a su lado y tirárselo a su viejo en el ataúd, luego ¿saben lo que hizo? Le hizo pistolita y estalló de risa. También se burló cuando mataron a Don Genaro, y así mismo, en la muerte del cura Ambrosio. No dijo nada, solo se rio con sus hoyuelos bien ahuecados. Burlaba la muerte, burlaba las almas. Y ahora seguía risueño con la muerte de diez policías, asesinados por bandas de jovencitos. Especularon unas lenguas después que serían Los Alacranes. Bueno, Francisco no era un tipo de quién y por qué, ni de cómo ni de cuándo, solo le interesaba escuchar u observar los hechos.
La monjita se cubría la boca con sus manos, estaría toteada del susto, pues no debía, vivir en Suropolis es selvático. Luego vinieron canciones, pero esto fue algo que nadie escuchó, eran canciones de vallenato, esas porquerías que ponen cuando lo locutores ya no quieren trabajar, entonces Francisco decidió apagar la radio y llegó la paz casi cerca del Villanueva. La Monja le fue indicando precisamente en dónde dejarla, la voz de ella era ronca y abatida, como soplitos de tos. Francisco tenía que pedirle que repitiera las indicaciones porque no le escuchaba hasta que, con otro tono de voz, sobrenatural, dijo:
—Aquí.
—Cinco —indicó Francisco estirándole la mano.
Hubo una larga espera, puesto que la monjita no llevaba ningún peso en el hábito. Ella corrió para la casa pidiéndole a Francisco que la esperara, pues adentro le darían el dinero. Como dije, a él no le interesan los detalles, no preguntó nada y esperó.
Pero a mí los detalles si son cosa que me interesa, la casa, era una enorme casa vieja, cinco o seis pisos tal vez, de tétrica fachada, seguro que sí, o hosca, mejor dicho, porque lo tétrico estaba en sus ventanas, todas oscuras. La calle despavimentada, solitaria, y Francisco olvidado por el tiempo, le dio hasta para poner la radio y escuchar sobre la balacera que se prendió en mero centro de la ciudad. Solo heridos esta vez. La monja nada que asomaba. Casi media hora y nada. Fue entonces que se sugestionó y los nervios lo fueron tentando para que saliera del taxi y preguntara por ella en esa tenebrosa casa, yo no tendría los huevos que tuvo Francisco, era un viejo sin alma.
«Toc, toc, toc», tocó. No, no es así como él tocaba la puerta. «toc…toc…toc», mucho más lento. No salieron hasta la tercera tocada que Francisco la ejecutó con más fuerza y con gritos de «!vieja timadora, salga!», y cuando salieron, una señorita vestida de negro lo recibió, ahora el taxista respiraba tranquilo, la mujer le preguntó qué era lo que necesitaba.
—La vieja, la monja, ella me debe lo de la carrera, ¡llámela!
La señorita desconcertada no supo que responder, solo preguntar de qué monja le hablaba.
—Una anciana, como con más de setenta años, con lentes y hábito blanco, ¿en dónde está?— preguntó Francisco. Estaba nervioso, era extraño, nunca manifestaba las emociones con tan frenesí, y ¿qué venían a ser cinco mil pesos? Pero este maldito entró por la fuerza y dentro de la casa no había vista alguna, una oscuridad rodeaba el miedo de Francisco, sin embargo, la señorita prendió velas por todo alrededor de la estancia, y encima de las velas había fotografías, retratos de mujeres.
—¡Retírese! —exclamó la señorita. Pero Francisco se notaba todo ajeno al mundo exterior, ahora algo místico lo llamaba, justo en el momento en que se posó frente a los retratos para verlos cada cual, había uno, exactamente, de la monja que buscaba, allí respiró profundamente, miró cada espacio de la fotografía y, evidentemente era ella, se dio vuelta hacia la señorita y le señaló en el retrato.
—A ella es a la que busco, ella entró hace media hora para sacar su dinero y pagarme, ¿en dónde está?
La señorita empezó a temblar.
—Es ella, ella entró hace un momento —dijo Francisco.
La señorita tomó aire.
—Ella es la madre Lucrecia, ella no puede deberle, imposible.
—Sí es posible —replicó, Francisco— allá afuera esta mi taxi, la traje desde el cementerio.
La señorita lo observaba como con lastima, como si se agotara toda fuente de diálogo. Una de dos, o Francisco estaba loco, o se le reveló una de esas actividades enigmáticas que tanto dejan de experiencia en el horror, es decir, una mala pasada.
—Señor, ella está muerta, murió hace dos años —dijo la señorita.
Francisco no tuvo de otra que tocarse el pecho, su corazón latía muy rápido y su rostro solía sonrojarse. Desde esa estancia uno podría darse cuenta que no habitaba gente en esa casa durante mucho tiempo, o mejor todavía, es que lo acontecido no parecía suceder en una casa, no parecía suceder, no parecía… Así es que Francisco solo dijo con voz ahogada, «gracias», y salió de esa lúgubres. Cuando se subió al taxi, sentía un vértigo que lo atacaba y su vista se tornó borrosa, se preguntaría quizá, si la señorita era real o no, pero cuando recuperó bien la vista, miró hacia la vieja casa y… ¡mierda!, la tal casa no estaba, no había nada, solo un pequeño lote, tierra y un gato, creo que negro, un gato negro, pero la maldita casa desapareció de la vista de Francisco, bueno uno puede decir que el viejo perdió la cabeza, además él fue a un psicólogo mucho después de esto, sin embargo con tanta terapia no se supo de ningún diagnostico que dijera que padecía de algún trastorno, pues no estaba enfermo, lo que vivió fue algo real, o quien quita y estuvo muerto por un rato y despertó como en sueños. Como sea que fuere, ese día condujo directo para su casa con la mandíbula trepidante, trató de calmarse, escuchar algo de música alegre. Pronto se percató de que acababa de hacer parte de algo que otros lo han contado. Cuando llegó, se dirigió al baño a lavarse la cara y a la cocina a beber un vaso de agua. Luego, concluyó de que estaba listo para contarme su historia.
(Basado en el mito urbano de un taxista de Tuluá)
Diego Gutiérrez. Ipiales, Colombia (2001). Estudiante de filosofía y letras en la Universidad de Nariño. Desarrolla una narrativa con temáticas que comprometen el misterio, el suspenso y la violencia. Además, de marcar en su escritura la poesía, con la que ha participado de encuentros poéticos en la ciudad de Pasto y ha sido coorganizador de los recitales Versos Crisálidos.