Literatura
Narrativa
abril 2023
Las monedas de cobre y plata
Guido Schiappacasse
Un viejo vagabundo que respondía al nombre de Mateo, decidió sin más, migrar e irse de la capital. No le había ido bien, allí los lugareños eran muy amarretes y poco dados a la caridad. Así, tras varios días y el errar incesante de sus pies, porque ningún coche le quiso dar un aventón, por fin recaló en el puerto de su niñez.
Muy temprano era por la mañana y mientras buscaba un lugar donde asentar sus cansados huesos y otro donde pedir limosna, a las afueras de un escondido bar del fondeadero, pudo ver la sombra de un hombre joven despaturrada en la vereda… De la frente de este último emanaba sangre a borbotones, ensuciando aquella sus elegantes atavíos, parecía ser un criollo de abolengo, aunque estaba borracho en demasía.
El vago sesentón socorrió con premura al infeliz, lavó su herida con agua de su morral que siempre traía consigo, cubrió la laceración infringida con golpe de garrote, luego se desprendió de su viejo abrigo y con esa prenda lo envolvió. Al instante, Mateo sintió frío, pero no le dio importancia, era un buen samaritano y aquel sentimiento le brindó calor. Al momento siguiente, quiso pedir ayuda a «grito pelado», pero nadie lo escuchó, el barrio aún roncaba a «pies sueltos».
Joaquín, un joven de buen porte, toda la noche se la había pasado en aquel tugurio de mala muerte gastando a escondidas el dinero de su padre, entre vino a granel, mujeres de mala reputación y dados que rodaban con embrujo. No quiso pagar la apuesta, entonces, los pelafustanes le dieron en escarmiento una soberana paliza, le robaron todas sus pertenencias de valor y lo dejaron, sin más, tirado en la acera. Por fortuna no le arrebataron toda su ropa.
—¿Adónde me llevas? —La sesera de Joaco se había despabilado y despertado de la embriaguez y la golpiza recién pasadas; y el adolorido cuerpo del joven en alerta se había puesto con los tirones que el viejo le había dado, logrando que el mozo se pusiese en dos pies—. ¡No! No me llevarás al hospital, pueden reconocerme y a mi padre no le gustará saber en el lío que me metí. ¡Será un escándalo social!, es época de elecciones y esto perjudicará a mi progenitor. ¡Tú no sabes cómo se pone!, puede que hasta me desherede, a él solo le importa su alcaldía.
Acto seguido, ante los insistentes jalones del anciano, el mozuelo le tiró un puñetazo directo al rostro, porque era de naturaleza pendenciera y malagradecida. Afortunadamente, el golpazo no llegó a destino, aún el brazo del mozalbete no recuperaba sus fuerzas tras la juerga nocturna.
—Muy bien, entonces me acompañarás en mi vagabundeo, aún no puedes quedarte solo, debes recuperar primero la salud —Mateo se expresó con vos generosa y comprensiva pese a la actitud del hijo del alcalde, porque muy feliz se encontraba de tener un compañero de aventuras, aunque pensó que habría de tener cuidado con el carácter volátil de su nuevo compinche.
Joaco aceptó. Prefería ser por ahora un errante vagabundo que enfrentarse a su padre. Así, los hombres recorrieron el lugar. El viejo encontró un buen sitio en un escondido recoveco, allí obligó a reposar al atolondrado joven e hizo con cartones y latones, tirados por aquí y por doquier, una pequeña guarida. Más tarde, lo dejó por un rato y se fue a pedir limosna a las afueras de la catedral.
Mal le fue, y eso que se hacía el ciego, ningún porteño ni siquiera se detuvo ante este anciano postrado en son de súplica frente a las escalinatas de la iglesia. Pese a ello, al colorearse de naranja el cielo en atardecer porteño, tan solo el sacristán se apiadó del supuesto ciego y le regaló un añejo pan que escapó de las fauces del voraz estómago del regordete párroco.
En el escondite, la noche que siguió a este ajetreado día, Mateo compartió con Joaco la merienda y luego se dispusieron a dormir. Cosa curiosa, en medio de la fría y húmeda noche, pese a la fogata que encendió el vetusto vago con sucios papeles y uno que otro madero desechado por el carpintero, por el lugar se hizo presente un albo ratón de largos y curiosos bigotes y salido incisivo. El errabundo roedor pensó que algún comestible podría robarles a estos vagos, porque desfallecía de hambre.
El crepitar del fuego, los pasitos del animalejo y quizá, su agudo chillido, despertaron al viejo. Joaquín, en cambio, roncaba sonoramente y ni cuenta se dio del visitante. El vagabundo anciano, pese a que se despabiló con tripas que le reclamaban alimento, se impresionó con los ojillos del lastimero ratón que algo le suplicaban y con la gracia con la que se bamboleaban sus bigotes.
Mateo bien sabía cómo era un estómago vacío y lo que se sentía pedir limosna y no ser tomado en cuenta. Sacó de su saco un mendrugo de pan, era la última vianda que le quedaba, y sin oír las lamentaciones de sus vísceras, se la dio al roedor. Este recogió la dádiva del suelo con su ávido hocico y raudo escapó del lugar… Y aún más inverosímil, a la noche siguiente, este animalito bigotón volvió a visitar al vago, mientras Joaco dormía ruidosamente en un intento de recuperarse de sus excesos. El roedor le trajo, entre sus ocres dientes, una deslustrada moneda de cobre. El viejo se sorprendió y mientras cogía el regalo, el animal desapareció entre el correr de sus cuatro patas… Es más, a la ulterior noche se repitió la reunión, y esta vez Mateo fue recompensado con una moneda de plata, para más sorpresa de aquel.
Y la noche posterior, mientras Mateo compartía caldo caliente y charqui con el joven pendenciero, ante la insistencia del mozuelo buscapleitos, le contó de donde había sacado el dinero para comprar la comida. Luego, sin más, acostáronse a descansar. El viejo dormía plácidamente porque cuidando al joven muy atareado había estado en los días previos. Pero Joaco no podía cerrar las pestañas, su mollera era envenenada desde dentro de sí mismo; y tan solo así pensó:
«Sin duda, esta vez el animalucho nos traerá una moneda de oro y tal vez, más adelante, un diamante. ¡Sí! Así podré vender estas mercancías en alguna joyería del centro de la ciudad, me podré parar en dos pies y compraré una casa, dejaré de dormir en este sucio agujero y no tendré que seguir soportando a mi padre a cambio de que me mantenga. Tampoco tendré que trabajar. Pero, ¿por qué he de compartir mi buena fortuna con este anciano? Además, no tengo motivo alguno como para seguir soportando sus consejos. Basta que agarre mi cortaplumas que escondo en mi zapato por si me involucro en alguna gresca. Al viejo tan solo le enterraré el filoso metal en su garganta y asunto concluido, ¡no compartiré mi bendición con este desarrapado!».
Y tal como lo meditó, así lo hizo… Los ojos del anciano se abrieron del espanto y miraron al joven con sorpresa. Luego se nublaron, más tarde, nada más pudieron volver a ver. Joaco, sin inmutarse y con sus manos manchadas por su vileza, se sentó, simplemente, a esperar al roedor.
Las horas pasaron y quien sí se hizo presente fue la policía que andaba buscando afanosamente al joven, a instancias del alcalde que preocupado estaba por la desaparición del muchacho. El prefecto vio al mozo vagabundo, se parecía mucho a la fotografía de Joaquín Errázuriz, observó al fallecido y las manos del agresor aún sucias de rojo escarlata. Sin más, ordenó que se llevasen al forajido a la comisaría, acordonó el sitio de la escena del crimen y dejó a un subalterno cuidando al cadáver, porque debían esperar las instrucciones del fiscal; y este seguramente aún dormía y en nada le gustaba que lo molestasen a altas horas de la noche.
El custodio, al quedar solo, aprovechó de irse a «echar una canita al aire» a la casa de remoliendas de la otra esquina. Entonces, en medio de la soledad de la noche, el ratón apareció. Y al ver un cuerpo tirado allí, envuelto en una bolsa de plástico, se acercó con curiosidad. Husmeó y royó la cubierta. El consternado animal comprobó que era la cara de su benefactor, pero ahora estaba pálida y fría. Intentó con su hocico mover el cuerpo, le hizo con sus bigotes cosquillas en la mejilla, puso su oreja en la boca del desgraciado, ¡pero nada!, el viejo no reía ni menos respiraba…
La lluvia se dejó caer, hacía un frío glacial, el roedor se acurrucó junto al cuerpo de su amigo y allí durmió durante el resto de la noche…
Guido Virgilio Schiappacasse Cocio, nació en el otoño del año 1.973, en la ciudad de Viña del Mar, Chile. Su profesor jefe escribió de él en el anuario escolar: «De vívida inteligencia, amante de las ciencias con profundo cariz humanista, siempre poniendo en aprieto a sus maestros, movido por su incesante curiosidad». Estudió medicina y luego oncología médica en las mejores universidades del país. Conoció la vulnerabilidad y la fragilidad de la vida. Pero también atisbó en los demás y en sí mismo, la misericordia y el amor. Su día pasa fugaz entre clínicas y hospitales salvando vidas humanas y vertiendo su mundo interior en páginas en blanco. Es autor de «Una dádiva para Luukas», su primer libro de cuentos. Obra publicada en físico en México y en Chile y en e-book en Amazon y otras plataformas, con bastante éxito entre sus pacientes y el público en general, pese a ser su primera apuesta literaria. Actualmente está por publicar su segundo libro de cuentos «Relatos para soñar feliz». En esta obra explorará lo mejor del alma femenina, redescubrirá vetustas leyendas aplicándolas a la modernidad y repasará la relación padre-hijo.