Literatura
Poesía/ Narrativa
diciembre 2022
Textos de Beatriz Elena Puertas
EL ENCIERRO
ya no saldré de aquí
él ha dispuesto que habite entre las sombras
antes de entrar maceré plantas a escondidas
para reunir colores
me tenté en el azul/el rojo/el amarillo
todavía no sabía sus nombres
pero veía como reverberaban en los montes
ya no veré la luz
solo el tacto me iluminará
cuando mis manos queden grabadas
sobre la piedra fría serán mi libertad
él selló la salida con una enorme roca
solo por no rallar la cúrcuma ni recoger las bayas
por buscar la belleza me puso de rodillas
tapó la entrada y todo quedó oscuro
no veo lo que pinto
pasarán muchos años
y los cortes de tiempo/
de los que viven para poner cadenas
cabalgarán en guerras
mientras las mujeres encerradas
esperamos millones
de segundos
despegarán del lugar donde plasmé
mis palmas con los dedos abiertos
y dibujé animales/triángulos/círculos
cosas que nunca supe que existieran
objetos que no tienen ningún nombre
en el inmenso patio
de mi alma de mujer primitiva
pintaré paredes para que me descubran
cuando otras hermanas
corran el velo de pinturas rupestres
y al fin se sepa
que eso que llaman mundo
sigue siendo una cueva
en donde encierran a las mariposas
LA VIEJA DEL ROPERO
Ahora es ella la que se despierta. Me ocurrió anoche. El mismo sueño. Se copió de mí –pienso- pero no lo digo. A los cuatro años no sé lo que es copiarse, pero escucho a mis hermanos mayores.
-Pérez se copió en la prueba y la maestra lo mandó al rincón- afirma Pablo.
-Vos, nunca te copies- contesta mamá atareada con sus croquetas de arroz.
-Claro que no, yo estudio – responde.
Viene papá a la habitación con un vaso de agua. Le dice a mi hermana que se dé vuelta sobre su lado izquierdo y no verá más visiones. Yo agrego:
-Igual no te preocupes- la vieja ya se fue.
-¿La viste irse?
-Seguro que no vuelve.
¡Silencio!- ordena papá.
Entonces, nos callamos… La noche rosarina, húmeda y pegajosa nos invade y apelmaza contra las sábanas. Hay olor a flit. Mamá lo echó poco antes de que nos fuéramos a acostar. Pasan varios días en los que ninguna de las dos, la soñamos.
Empezamos el jardín de infantes. Con mi madre y la tía vamos a comprar una canasta donde llevaremos nuestros útiles, bizcochos o manzanas para comer en el recreo. Después de cenar, las pintan de color rosa muy fuerte.
Al principio fue molesto y difícil, pero pronto nos acostumbramos tanto a la disciplina de las monjas como al ambiente escolar. Ya no estamos asustadas. Somos muy chiquitas para conversar sobre la pesadilla. Los niños solo viven el presente.
-La vi, vi que se metía ahí en el ropero- repito.
Parece que la tía no me cree. Ella no cree en nada. Ni en Jesucristo, ni en fantasmas. Ni siquiera teme que los gitanos se roben a los chicos. Por eso es tan difícil que la vea como nosotros. Con un dedo huesudo se tapa los labios. Silencio. Después se acurruca contra el fondo de madera donde una estela de oscuridad la tapa.
-Se va a quedar – le explico a mi hermana.
Nos quedamos solas en el dormitorio. Me armo de valor y voy hasta el mueble. Muevo las perchas en donde cuelga la ropa. Abro la puerta y no hay nadie. En el estante superior -al que llego en puntas de pie- están las sábanas.
Un día no soñamos más con ella. Terminamos el jardín, la primaria. Estamos terminando la secundaria, cuando nos avisan que un compañero de escuela tuvo un accidente mortal con la moto.
En el patio de la casa, la gente, los vecinos, alumnos, profesores y amigos se acomodan como pueden para esperar. Es otoño.
Los más jóvenes barajan la posibilidad de que se trate de un error. La ilusión no dura. Se termina cuando se escuchan los gritos que llegan desde la vereda. Algunos se asoman. Ha estacionado una camioneta.
Una mujer alta, flaca, de huesos grandes y rostro desencajado grita que no puede ser su hijo el muerto.
-Viajé quinientos kilómetros- añade con voz llorosa. Me dijeron que el choque fue a las once de la noche. Justo a esa hora me pidió pizza.
– ¿Dónde fue mamá?- pregunta su hija mayor.
– En la cocina, en el pueblo, estaba al lado mío y me dijo que tenía hambre. Yo, estoy muerto, pero muerto de hambre- me dijo.
Después ella aprieta sus sienes y llora compulsivamente. La hermana del accidentado, la abraza. La señora se acaricia el vientre, como si pudiera volverlo a su origen, donde lo había llevado nueve meses. En el momento que se anima a decir la palabra muerto, comprende que su hijo se había comunicado en el preciso instante en que perdía la vida.
Con mi hermana nos quedamos mirándola, después nos miramos entre nosotras. Han pasado trece años. Decimos al unísono: la vieja del ropero.
Beatriz Elena Puertas. (Rosario, Argentina, 1949) Licenciada en Letras y Profesora de Lengua y Literatura. Universidad de Buenos Aires. Publicaciones: 1983. La criba verde. Poesías. Editorial Het Mirakel. CRM. 1997. Los yankees también juegan a la rayuela. Poesía. Ediciones Lasús. 1999. Antología de Poesía del GCBA, 2001. 2004. 9ª Antología. Bao Bab2018. Anudadas. Poesía. Editorial Vinciguerra.2015 Novela. El desfiladero. Prosa Editores.2018-2019.2019. Poesía. Paseo por Territorio Enemigo. Editorial El mono armado.2019. La corta luz de Junio. Enigma Ediciones. 2020, en Antologías:1984. Poesía. Editorial Prometeo. Holandés-Español.1999 Poesía. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. 2004 Cuento Editorial BaoBab. 2015 Cuento Fundación Victoria Ocampo. 2020 Misterio y Palabra. Enigma Ediciones. Buenos Aires 2021 Poesía 2021 Lyra Ediciones elmonoarmado.2021 Poesía Cuando el Pincel se hace Pluma. Editorial Vuelta a Casa.2022 4 Lustros que dan lustre. Editorial Vuelta a Casa. La Plata