Literatura
narrativa
agosto 2022
Mamá monstruo
cuento de Manuela Agüero
Fin de semana largo. Es invierno. Tres mujeres adultas a cargo de/contra/versus cinco niñxs. Salimos de la casa con frío y mucho abrigo. Pronto nos desarropamos. Está helado, pero el sol pega fuerte, como la maternidad. Tenemos hambre y nos sentamos en un restaurant. En un gesto de ingenuidad, pedimos un schop de cervezas para cada una, plato de entrada, ensalada y contundentes platos de fondo. En la mesa de al lado sentamos a lxs niñxs con una fuente enorme de papas fritas y ketchup. El tiempo que aguantan sentados es idéntico al que demoran en terminarse las papas fritas. Cualquier cosa puede convertirse, de pronto, en un reloj de arena. En este caso, el tiempo se cumple con la muerte de la última papa, luego de la cual lxs niñxs se inquietan, algo como que les pica en el cuerpo. Entonces comienza el fastidio. Intentamos que otra cosa se transforme en un reloj de arena. “Cómanse el pescado que viene ahora, no pueden almorzar solo papas fritas”, dice una de nosotras en un tono poco convincente. “No queremos pescado, qué asco”, responde uno. “¿Y el juguito?… mmm ¿a ver? está rico, tómatelo”. “No me gustó, quería bebida”, responde otro con un tono impostado, pues nunca le ha gustado la bebida. Hacemos un último intento de reloj de arena, a ver si algo los puede dejar atornillados en sus sillas por un rato. “¿Quieren postre? Un helado”, proponemos. “Mamá, me empaché. Me duele la guata. Voy a vomitar”.
La llegada de nuestra bandeja interrumpe lo que podría haberse convertido en un problema. Vienen nuestros platos y tres copones de cerveza radiantes que se rebalsan y se mueven perfectamente coordinados con las caderas de la mesera. Ella nos mira con un gesto de admiración y compasión, algo entremedio de esas dos cosas; como si viera algo que nosotras no. Basta con que hagamos un salud y tomemos un buen sorbo de cerveza para que el fastidio se intensifique y todo se vaya al carajo. Unx de lxs niñxs sale corriendo a la calle, otrx pide cerveza. “Lxs niñxs no toman cerveza”, dice una de nosotras mientras la otra negocia con los más grandes: “pueden ir para allá, pero con mucho cuidado”. “Yaaaaa”, gritan ellxs y salen corriendo con muy poco cuidado.
Mientras los miro correr calle abajo, me doy cuenta de que acabo de tomar un sorbo de cerveza habiendo tenido aún comida en la boca. Estas no son condiciones, pienso. Las cervezas no se toman apurada ni como el tecito que acompaña al pan. Me invade un sentimiento de resignación. Todo se va de las manos de repente: una de las niñas se cayó en una poza de barro. Llegó el momento de la verdad. Volvemos a nuestras cervezas, esta vez por unos sorbos ansiosos y llenos de indignidad, y decidimos pedir la cuenta y unas cajitas para llevar la comida. Triste el destino de esos congrios fritos, paseando fríos de vuelta a casa en una caja de cartón. “La maternidad es humillante”, dice una de nosotras. Nos reímos. “Pero nos tenemos”, agrega otra. Y bueno, los tenemos también a ellxs, y a una a punto de resfriarse, así que “nos vamos a la casa, niñxs. Es una orden”.
En el camino de vuelta nos encontramos con una tienda de ropa usada. Se nos desvía la mirada y nos brillan los ojitos, nos acercamos como por efecto de un hechizo. Una puerta pequeña con un cartel que dice: “Ropa americana de segunda mano”, un señuelo. Asomamos la cabeza y, del mismo modo en que las cervezas de la bandeja hacían su espectáculo frente a nosotras, las chaquetas de cuero y los chalecos parece que hablaran y nos dijeran “veeen”. Miramos pero no entramos. Nos saca de la fascinación el llanto de uno de los niños que se acaba de caer. Es un llanto dulce y suave, no tanto de dolor como de cansancio. Es hora de volver a casa.
En una de sus charlas radiales, Donald Winnicott señaló algo que me gusta mucho. No se fue con rodeos, la charla se llamó: “Lo que fastidia” (1960). Dice que hay un montón de ejemplos que dan cuenta de lo fastidiosos que pueden ser lxs niñxs y establece una relación entre intensidad del fastidio y lo que el llama “el secreto de la madre”.
El problema, dice, “es la invasión de la privacidad de la madre. Sin duda, en algún lugar hay un pequeño fragmento de ella que es sacrosanto, al que ni siquiera su hijo tenga acceso. ¿Deberá defenderlo o rendirse? Lo terrible es que si la madre esconde algo en algún lugar, eso es justamente lo que el pequeño querrá. Si lo único que hay es un secreto, debe descubrírselo y sacarlo afuera. La cartera de la madre conoce muy bien todo esto (…) Cada época tiene sus costumbres, pero creo que hay algo que siempre permaneció igual, y es esta horrible tendencia del niño pequeño a meterse justo en el centro de la madre, donde ésta guarda sus secretos. La cuestión es: ¿puede la madre defenderse con éxito y guardar sus secretos sin privar al mismo tiempo al niño de un elemento esencial, el sentimiento de que la madre es accesible para él?”
Una vez en la casa los niveles de fastidio amainan. Lxs niñxs están agradecidxs del paseo y han vuelto a ser adorables, como si en algún punto intuyeran que eso de la incondicionalidad del amor maternal es un poco pero no del todo cierto. Se les ve muy cansadxs pero quieren seguir la chacota, por ningún motivo irse a acostar aún. Entonces, piden a mamá monstruo. Como no acusamos recibo, se ven en la necesidad de organizarse y exigen “¡¡Mamá Monstruo!! ¡¡Mamá Monstruo!!, con una convicción política que deja la impresión de que estuvieran marchando en la Alameda. “Bueno ya. Una vez y después a comer y ponerse pijama”, dice una de nosotras. Acceden. Comienza entonces la transformación de la madre en monstruo: ella se suelta el colet, el pelo en la cara. Una expresión espeluznante que por suerte las mechas alcanzan a velar. La mirada se vuelve rabiosa, la boca se ensancha y suelta un estruendoso GRRRR!! Lxs niñxs se esconden detrás de los cojines. Se los ve extrañamente fascinados por la transformación, quieren mirar pero necesitan también recortar la imagen. Uno de los niños la mira fijo y desafiantemente a los ojos, como queriendo descifrar algo en sus pupilas. Arremete entonces Mamá Monstruo y los persigue por toda la casa. Ellxs gritan extasiadxs, rebalsadxs de nervio. Lxs pilla a todxs, se vuelven pequeñitxs. De un momento a otro esa pequeñez se transforma en algo grande. La arremetida ahora es de ellxs. Juntan fuerzas y hacen un montoncito arriba de mamá monstruo, aunque ya de monstruo le queda poco. Es más bien una mamá aplastada, en el sentido más literal del término. Toda la monstruosidad del momento se transforma de pronto en un abrazo colectivo. Apretujones y besos y cariñitos y risas y mucho amor, todo coronado por un peo que nadie se digna a reconocer como propio. Mamá aplastada se reincorpora orgullosa, vuelve a amarrase el colet y recupera su semblante. Ya niñxs, a comer.
Aún no logro dar con mi secreto, ese que dice Winnicott debo defender. ¿Será solo uno? Si lo escondí, no me acuerdo dónde. No sé en qué cartera lo dejé. Una vez, a mis 25, dejé una cartera en la fonda de Tongoy. Se trataría en ese caso de un secreto extraviado. Quizás los niños, conducidos por ese fastidioso esmero, den con el secreto antes que yo. En alguna parte debe estar ese lugar sacrosanto que debo defender contra viento y marea. Me sumerjo en estos pensamientos mientras preparo la última comida del día, pero alguien me interrumpe con un copón helado: ”Lista tu cerveza, amiga” me dice una de estas madres, cuyo secreto creo conocer. Ella sabe defenderlo muy bien. Tomo un sorbo ridículamente grande, como si con él quisiera restituir la dignidad de todas las madres de la historia, y junto fuerzas para el cuento de antes de dormir.
Manuela Agüero de Trenqualye. Nacida en Santiago de Chile en 1985. Psicóloga clínica con formación en estudios de género y psicoanálisis. Miembro del Colectivo Trenza. @trenzacolectivo www.trenzacolectivo.cl