Literatura
Narrativa
junio 2022
GRITO Y GEMIDO
Por Carolina Cárdenas Jiménez
Todo lo que relataré a continuación ocurrió en el año 1872 en Columbia Británica, Canadá: los huesos de los pómulos resaltaban bajo la piel de nosotros y las ojeras en los rostros expresaban el hambre que pasábamos en la Escuela Residencial Alberni. Algunos por falta de alimento se desmayaban o se veían más retraídos.
Sentíamos que el no poder hablar, la sensación de querer esconderse en un túnel, lejos del peligro y el dolor en el pecho carcomía los gestos y el espíritu. Yo únicamente tenía un propósito: vivir. Así que intentaba ser invisible, no decir nada, esconderme en los peores momentos y soportar como un esclavo la escasez y las palabras que rompían mi corazón.
Todo el espacio parecía expandir un frío similar al de un cementerio; ni debajo de dos cobijas que algunos niños afortunados tenían, eran suficientes para estar calientes. Permanentemente sufríamos de resfriados y dolores de garganta. Convertí mi imaginación en un refugio. Sabía que estar en ese mundo sería lo único que me salvaría: solo conmigo y mi pensamiento.
La Escuela solía oler a naftalina, a clorox; tanto las monjas como los sacerdotes eran muy estrictos con la limpieza del lugar, así que al que le tocaba limpiar debía lograr que el aire quedara impregnado de esas sustancias.
Sin embargo, el espacio después de dos horas de haber sido desinfectado volvía a oler a humedad; la pintura de las paredes se caía a pedazos, eran como costras que a diario se debían barrer; el niño que olvidara la tarea lo golpeaban los sacerdotes y era encerrado por varias horas en un cuarto oscuro, de un metro por un metro. Las monjas cuando tenían que meter a un niño al cuartucho nos decían: los niños del internado son unos paganos que debemos convertir al cristianismo. Nos mirábamos entre nosotros sin entender lo que significaba esa frase.
A Koda y Tala, así se llamaban mis primos originalmente, los veía en la hora en que servían algo de comer. Ellos siempre habían sido más juguetones y habladores que yo; sin embargo, con el paso de los días y los meses sus rostros se transformaron. Aunque no me gustaba verlos, los terminaba visualizando en mis pesadillas como dos cadáveres gritando de dolor. Así que despertaba llorando y con dolencia en el pecho.
Koda, el mayor, se mostraba cada día más retraído. Muchas veces sentí ganas de salir a su encuentro y abrazarlo, decirle que lo amaba, que no desfallecerá, pero el miedo me detenía. Siempre me he culpado por mi cobardía.
Semanas más tarde su mirada se veía más vivaz, era como si tuviera una solución para todo ese tormento. Después de meses de no sonreír, aquel día mirándome hizo una sonrisa triunfante. Yo le devolví el mismo gesto, aunque no tenía ni idea de por qué reía. Tala, que apenas contaba con seis años, parecía que no era consiente de nada de lo que pasaba; imaginé que sufría como yo terribles pesadillas, que huía a dormir. El sueño se convirtió para muchos en un suplicio de llanto y gritos. Las noches eran más aterradoras que cualquier otra hora del día.
Esa noche hubo chillidos, pero no por las pesadillas sino porque luego de que encontraron a mi primo Koda intentando escapar, dos de los curas a cargo de la escuela, lo golpearon tan fuerte con una correa de tachuelas delante de algunos niños, que ellos al ver la escena empezaron a gritar. La madrugada convirtió el lugar en aullido y lamento.
Semanas después lo volví a ver. Sus ojos no observaban nada, era otro. De su sonrisa no quedaba rastro. No volvió a hablar ni a mirar a nadie.
Su hermano Tala, pasados algunos días, a las horas de la cena, comiéndonos un mendrugo de pan con un caldo de sal, le dijo en nuestra lengua originaria cree, que no estuviera más triste, que los dioses lo amaban. Los sacerdotes al escuchar que usaba la lengua nativa se levantaron, y se lo llevaron a rastras. Cuando vio lo que ocurría, Koda corrió y forcejeó con los curas. Parecía saber que lo golpearían terriblemente y que quizás no sobreviviría.
Entonces soltaron a mi primo menor y agarraron a la fuerza a Koda, delante de todos lo llevaron hasta la ventana más cercana y lo arrojaron. Los que entendían lo que acababa de suceder se agarraron la cabeza y lloraron, otros que no parecían haber comprendido la escena, simplemente miraban al vacío. El pequeño Tala al vernos llorar empezó a gemir, los sacerdotes para acallarnos nos golpearon con el cinturón de tachuelas.
Para que no nos maltrataran más nos tragamos el dolor y llanto. Desde ese día las lágrimas desaparecieron de nuestros rostros. El silencio era lo único que se escuchaba por los pasillos de la escuela. Nos quitaron la lengua y nuestro espíritu.
CAROLINA CÁRDENAS JIMÉNEZ. Narradora, poeta, columnista y editora colombiana. Licenciada en Humanidades con énfasis en Lengua Castellana. Postgrado en Creación narrativa de la Universidad Central. Docente y tallerista de Creación Literaria. Fundó la revista literaria Gavia de la Universidad Distrital (2005), la cual dirigió y editó. Publicada su obra Caen cenizas sobre la ciudad por la editorial chilena por Conhueno (2021). Finalista en el Concurso de poesía Nueve editores con la obra Después de la nada (2021). Premio Internacional de Poesía, Rostros para autores con un rostro. Accésit, con las obras Ninguna tierra me habita Y sin embargo soy (2018). Ganó el concurso de cuento Estímulos a la Creación Artística (Kennedy, 2006) con el libro Parajes inesperados. Ganó el segundo puesto en el II Concurso Nacional de cuento El Túnel (2011) con el texto A la deriva. Finalistas en el Concurso Nacional de Cuento La Cueva con el texto Mañana será otro día (2012). Publicó Somos náufragos (2013). Su obra ha sido becada, premiada y publicada en revistas, libros en el Salvador, Colombia, México, Argentina y Cuba. Fue columnista en el Periódico El Mañana en México y Tres mil suplemento Cultural del Salvador. Actualmente, columnista de un blog en El Tiempo, periódico de Colombia y directora del Portal Cultural Quira Medios.