Literatura
Narrativa
octubre 2020
Imagen
Acababa de llegar a mi nueva casa. Por fin, qué alivio. Con el sudor de mi frente y años de trabajo, logré comprarla para mejorar mi calidad de vida. No está demás aclararlo.
Ya con mis cajas llenas de platos, vasos, ropa y mis sueños, comencé primero a ordenar mi cuarto, ya que los muebles iban a llegar al día siguiente. La casa disponía de tres dormitorios tan grandes como cualquiera de esos blocks de vivienda básica, que abundan en el irreplicable pueblo de Colina. Debido a lo cual, una habitación la dejé disponible especialmente para cuando llegaran mis guitarras y mi querido piano. Otra, fue destinada para mi closet, en donde guardaría mis más de quinientas prendas y mis cincuenta pares de zapatos. Y finalmente, el cuarto que daba para el espacioso y hermoso jardín de mi casa se quedó como mi dormitorio. Era un cuarto súper hermoso la verdad, tenía un baño, un gran ventanal y una terraza donde colocar mis plantas.
A medida que transportaba mis cajas a mi nuevo cuarto, pensé en todo: dónde dejar mi escritorio, en qué posición sería más cómodo dejar mi cama, mi velador y todas las posibles preguntas que se hace uno cuando logra el anhelo de la casa propia. Pero de pronto entre esas preguntas domésticas se infiltró una interrogante que atormentó mi mente, mejor dicho, mi atolondrado corazón: ¿dónde estaría ella…? ¿Me pensará aún? ¿Habrá tomado finalmente aquella radical decisión…? En fin, me incorporé a la labor que me convocaba y, de golpe, expulsé de mi mente el destello cegador de aquel amargo recuerdo.
Al llegar, dejé las cajas en el piso y busqué mi colchón inflable, en donde dormiría sólo por esa noche. Apenas levanté la vista de las cajas, mis ojos vieron un espejo con un cuadro de madera situado cerca del ventanal. No le di tanta importancia, y procedí a inflar mi colchón para tenderme sobre él a descansar un poco, pero antes tenía que ir urgentemente al baño.
Primero visualicé la tina, y luego el baño. Ya terminado el acto biológico, me fui a lavar las manos, pero para mi sorpresa el espejo otra vez no reflejaba mi imagen, sino una imagen de algo que solo podría nombrar como un ente, que se encontraba justamente en medio del baño. Al ver esa imagen totalmente demoníaca, corrí despavorido hacia la salida de la casa mientras desbloqueaba mi celular y llamaba un Uber para irme lo más rápido de ahí y volver más tarde, acompañado de un amigo.
Una vez en la puerta, me percaté que no tenía mi billetera, así que, con todo el miedo del mundo incrustado en mi alma, volví al interior de la casa. Al abrir la puerta miré para todos lados en busca de algún otro fenómeno del que no me hubiera percatado. Tomé valor, respiré profundo y me dirigí hacia las escaleras. En mitad de los escalones escuché un fuerte pitido y un estruendo que venían del primer piso. Por miedo decidí no volver a bajar y sólo me limité a subir hacia ese tenebroso cuarto en donde había dejado mi billetera. Una vez ahí, me acerqué rápidamente hacia el colchón sobre el cual había quedado mi dinero, pero un sonido fuerte, grave, empezó a sonar cerca de donde me encontraba. Aceptando que, probablemente, no volvería a salir de ahí, me acerqué al espejo que había visto antes, de reojo, cerca del ventanal; y al verme en él vi lo mismo que en el del baño, una figura que sólo puedo describir como demoníaca. No sé si fue por miedo, rabia o un simple impulso de mi personalidad, pero ya viéndome acorralado, desesperado le di un golpe de puño al espejo. Este se rompió y cayó en pequeños trozos donde aún se podían capturar fragmentos de la casa.
Ante semejante sorpresa, procedí a hacer lo mismo con el espejo del baño y sucedió el mismo fenómeno.
Ante mi asombro por lo acontecido, me acerqué a los trozos que estaban esparcidos en el piso y descubrí que no eran espejos, sino cuadros con la imagen del cuarto de baño, provistos de un estilo estrictamente realista, inscritos con el nombre del antiguo dueño de casa; en cuyas pequeñas superficies se habría abocado al trabajo minucioso de pintar exactamente lo mismo que había frente de donde dejaría su cuadro. Al revisar detenidamente el cuadro que estaba cerca del ventanal, comprobé que se trataba de la misma imagen que figuraba dentro del baño: un simple retrato de su dormitorio.
Ya con la respiración más calmada, bajé las escaleras en dirección de dónde provenían los sonidos que había escuchado hacía un momento, pero al acercarme descubrí por sorpresa que los sonidos venían de mi tetera, de mi radio que encendí apenas llegué a casa, que por fin había captado una frecuencia y de la puerta principal que se había cerrado de golpe debido a una estrepitosa corriente de aire.
Ya más calmado y sintiéndome soberanamente estúpido, procedí a ordenar el resto de cosas y cachivaches que permanecían en las cajas.
Bien avanzada la noche, me encontraba plácidamente tocando la guitarra que me había llevado para no aburrirme. De pronto, en el silencioso y no menos inquietante sitio donde estaba mi casa, escuché como se azotaba el portón principal.
Al asomarme por el ventanal para gritarle que parara, a la persona que estaba haciendo eso, escuché a alguien gritar con un tono de rabia:
−¡Sale viejo de mierda o te voy a ir a buscar! ¡Qué preferih, mal nacido!
Sumido entre el miedo y la desesperación, la mejor solución que encontré en ese instante fue llamar a la policía mientras me encerraba en el baño de la habitación más alejada de la casa.
Una vez dentro del baño, procedí a enviar mensajes por WhatsApp, Instagram y por correo, a mis conocidos, con la esperanza de que alguno llegara en pocos minutos y acabara con el tormento que estaba viviendo en ese entonces. Pero, mientras buscaba en la bandeja de entrada de mi correo el mail de mi mejor amigo, como si el destino lo hubiese decretado de esa forma, me aparece un mensaje que me había llegado hacía unas semanas, que contenía la información completa sobre la casa y el condominio. Sin pensarlo dos veces, revisé el mensaje para chequear si estaba el número de la seguridad del condominio para que acudiera lo más rápido posible a mi casa; pero lo único que encontré fue información sobre el antiguo dueño. La sorpresa de mi vida me llevé al enterarme que el antiguo dueño de esa casa era una especie de asesino en serie, en realidad un auténtico psicópata, el cual hacía poco más de tres semanas se había escapado de la cárcel. No sé por qué, pero su caso lo asocié automáticamente con el famoso asesino en serie, Ted Bundy. Su nombre era bien recordado por todos, no sólo por la increíble cantidad de víctimas que tenía a su haber, sino también por los siniestros métodos ejercidos para llevar a cabo sus atrocidades.
El miedo recorrió mi cuerpo, me senté en posición fetal, y con la respiración agitada, esperé a que llegara alguien por mí. Abandonado a mi fin. De súbito escuché como la puerta del primer piso se abría: “Hasta aquí llegué” –me dije resignado, otra vez en el mismo día, entregado a la peor suerte. Las pisadas sigilosas en la escalera eran como una especie de cuenta regresiva hacia lo infernal.
Finalmente, escuché una respiración al otro lado de la puerta, por lo cual me acurruqué aún más, tensé mis músculos y como un ateo en desesperación comencé a rezar esperando a que aconteciera algún tipo de milagro. La puerta finalmente se abrió y, sin poder contener tanta angustia, cerré los ojos.
−“Mírate en esa lamentable posición, quien diría que aquel varonil hombre que escucha metal y rock de sol a sol, sería una persona tan ridícula y estúpida”.
Al escuchar esas palabras pensé que todo acabaría, pero al pensar en la voz todo me hizo sentido. No era ningún asesino ni nada por el estilo, solo era ella, mi princesa, mi hija de 15 años en plena pubertad, quien en uno de sus actos de rebeldía, decidió venir a ver la casa sin importar la hora o los métodos.
− “Párate y deja de ser tan patético que el Uber está esperando afuera hace más de 10 minutos a que le pagues”.
Sintiéndome una piltrafa humana, le pasé el dinero suficiente para que cancelara el viaje lo más rápido posible. Al volver, me dirigió, tal vez, una de las frases más dolorosas para un padre:
− “Creo que ahora comprendo por qué mi mamá te dejó”.
Al escuchar esas palabras, no sabía si enojarme o sentirme avergonzado de que mi hija tuviese semejante imagen de mí. Al final, decidí escamotear el peso condenatorio de sus palabras y pedí una pizza para satisfacer, tanto a esa mocosa, como el dolor de mi alma.
Autor del Cuento: José Idigora
Alumno de 3er año medio
Colegio Terramonte, Colina
Cuento producido en el Taller de Escritura y Edición Creativa
Profesor del Taller: José Guerrero Urzúa. Cineasta y escritor