Literatura
Narrativa
septiembre 2024
Pañuelo
por Luciana Luz Díaz
Para mi cumpleaños, nadie le pega, horribles los regalos. En este 14, lo único que me gusta es el pañuelo para el cuello que me regala la tía Estela. En la escuela todos los usan, sobre todo ahora que se pusieron de moda los palestinos. Este no es palestino, es medio hippon, pero está bueno porque combina con cualquier cosa. Cuando iba a la primaria tenía una bufanda de lana, que me hacía picar todo el cuello, pero mamá me obligaba a usarla igual porque decía que me iban a chorrear los mocos y a doler la garganta. Yo, hasta la puerta de la escuela nomás, después se moría en la mochila.
Ahora, de abril a octubre siempre lo llevo puesto, me encanta este pañuelo. Es plena crisis, así que todos los pibes nos las tenemos que rebuscar con lo poco que hay para definir personalidad. El que puede se compra unas focker, Topper ni soñando y las Adidas dejaron de existir hace un par de años. Muchos empezamos a coser y reciclamos la ropa. Cuando llega Clinton a la Argentina aprendo que a veces hay que mojar el pañuelo en limón para poder respirar.
Cristian lo estira suavemente para abajo, dejando caer las manos, cuando me da el primer beso. Con los besos que siguen no, porque mejor usar las manos para otra cosa.
Desde que empecé a trabajar también lo uso en verano porque voy en bicicleta y no tolero el sol. Gorro no me sirve, probé un par de veces y se vuela. La segunda vez, de abajo del 110 lo tuve que sacar. Así que el pañuelo bien atado es mejor, con un par de vueltas y un toque mullido. La verdad es que no me gusta cómo me queda, parezco mi abuela que siempre andaba con cualquier porquería en la cabeza, pero la insolación es peor. Cuando llego a la tienda es lo primero que me saco, sé que me queda ridículo y Gastón me lo dice. Supongo que le gusto más en invierno.A mí me gusta siempre.
Me compro el 147 y dejo la bici y el pañuelo en verano, pero me salva en esta nieve de Buenos Aires, histórica. Un frío de cagarse pero unas ganas de jugar afuera, aunque sea un poco agüita. Con Gastón hacemos un muñeco con una zanahoria, una gorrita y el pañuelo. Bastante bien. Después, nos reímos con los bombazos blancos, y terminamos tomando café con leche en la cama.
Demasiado uso para un pañuelo, pero los agujeros se disimulan con los pliegues y el estampado, hasta que Gastón lo usa para ahorcarme y en el impulso de zafar tironeo, lo rasgo todo a lo ancho y pierde, pierdo, 35 centímetros, un cuadrado. No me doy por vencida, lo corto derechito y lo hilvano a mano pero bien prolijo. Lástima que mamá sí se dio por vencida, hace rato, y no me pide que vuelva a casa.
A More también le gusta ahorcarme con el pañuelo, pero es inocente.
Cuando ya está llena de teta, tironea para atrás, con los dientes apretados, y siempre un puñito cerrado tira de la tela que encuentra, a veces es la camisa. La cuido, la cuido, la cuido, es lo único que me importa.
De tanto estar sin hacer nada me hago adicta al maní, leí que tiene proteínas. Apenas salgo del refugio para ir al kiosco me asusta la cara de Gastón que me mira fijo desde la vereda de enfrente, debajo del eucalipto. Con las dos manos, contrae y estira el cuadrado de pañuelo que se cayó al suelo cuando salí corriendo la última vez. Pienso que no me queda otra que ir al interior, acá nos va a volver a encontrar. No pierdo el tiempo.
Rosario es lindo y vivir cerca del río me encanta. Creo que a More también, aunque nos dan miedo las palometas. Son como pirañas, y cuando hace mucho calor atacan a los bañistas y les mastican los dedos como si fueran salchichas. Los fines de semana podemos ir a la playa a tomar mate y un domingo encontramos un camino con moras. Le enseño a More a sacudir el árbol mientras estiramos el pañuelo bien tirante como si fuera una red y así juntamos para hacer dulce. Mamá siempre hacía de higos, nunca hizo de moras, pero buscamos la receta en Google. More, boluda grandota, termina violeta como la nena caprichosa, no la rica, la deportista, que se come el chicle en la fábrica de Willy Wonka. Le envidio que nunca nada le dé vergüenza.
El megáfono que sale del patrullero me dice que no puedo andar sin barbijo, así que el pañuelo me salva y no tengo que volver a casa sin hacer las compras. Casi casi lo corto para hacer mi primer tapabocas casero pero me quedo con la tijera en la mano hasta que encuentro una remera vieja. Nostalgia.
La radio dice que la gente se deprime por el encierro pero Morena y yo nos divertimos cocinando recetas desconocidas y nos hacemos flor de huerta. Hasta con espantapájaros, y como no lo uso, durante un tiempo le presto mi pañuelo al muñeco de palo.
Cuando empiezan los incendios, ya fue todo. Con tanto humo, el pañuelo no me alcanza pero igual lo parto en dos para que More también se cubra un poco, siempre sale sin nada esta chica. Parece que no termina nunca el humo, hasta me dan ganas de volver a Buenos Aires, pero no.
Partido y todo me sirve para ahorcarlo a Ramiro. Tiro suave y él me pide más fuerte pero no quiero que se me vaya la mano. Me gusta, es una persona y yo no mato a nadie. No quiero que se muera, menos acá. Tanto vértigo me excede y además es incómodo, me cuesta concentrarme en lo mío. Para mí que lo tendría que hacer con un tipo, que le dé de atrás mientras tira. Se lo digo, pero él insiste en que ni en pedo le gustan los tipos.
Ya lo quiero y se deja de joder con el pañuelo y los cinturones, podemos coger como dios manda y lo quiero más. Como a nadie. Y si el juego del ahorcado lo hace con otra, ni me importa, aunque no creo. Ya es un hombre grande.
Cuando se me empieza a caer el pelo lo vuelvo a usar en la cabeza, como cuando andaba en bici. No lleva tantas vueltas, lo uso como Susan Sarandon haciendo de Louise, no es un turbante. Morena me compra otros pañuelos porque dice que de vez en cuando lo tengo que lavar y Ramiro me regala una peluca pero me hace picar, es como las bufandas. Solo la uso para el egreso de More, que se recibe de técnica en sistemas, porque semejante evento amerita el sacrificio.
Trato de ubicarla a mamá pero no la encuentro. La tía Estela siempre mensajeaba pero ya se murió y no me queda nadie en Buenos Aires.
Al final les termino dando la razón y no uso el pañuelo en la calle. Está gastado. Me empiezan a llevar la comida a la cama, se turnan entre los dos y me hacen compañía.
Ya ni salgo de casa y termina siendo un pañuelo de mano. No logro contener la tos y, todo lleno de sangre y mocos, pienso que debería terminar en una galería, para que gane un premio de arte conceptual o algo así, ladrón que roba a ladrón… Es la morfina que me hace decir pelotudeces y ahora no me deja agarrarlo mientras se cae al piso por última vez. Sin embargo sonrío, porque justo viene la marea del alivio en la que no me duele nada y puedo respirar llenando bien la panza y me deja pensar que fue una buena vida a pesar de los desgarros y los abandonos y todos los errores, pero quiero tierra, necesito tierra, mamá, me vuelvo a casa, ma, dale, que el aire no quiere entrar por mucho que abra la boca, girá la llave, no son ni las doce, ¿no ves el reloj? Ni las doce son y yo soy como una lechuza, tenés razón, pero era, ahora no soy nada, justo ahora ya no soy y tengo frío, abrime que me falta el aire.