Literatura
Narrativa
julio 2024
Tanto tiempo
Armando Figueroa Rojas
Alma y yo nos criamos como hermanos. Montando en bicicleta por las calles en construcción de Bay Gardens, o metidos debajo del puente de la Main, a fumar cigarrillos mirando, en silencio, cómo el agua sucia de la quebrada arrastraba sacos vacíos y maderas rotas. Recuerdo que en el aire detenido de aquel entonces flotaba el polvo colorado que levantaban las excavadoras.
Ayer me llamó, después de meses sin hablarnos siquiera:
-Prieto, pásate esta noche por mi nuevo apartamento – me propuso – Para que lo conozcas. Y tráete algo bueno, luego te pago.
En el centro comercial de Bay Gardens cogí la guagua de la playa y el tapón de las seis de la tarde. Al cabo de una hora larga por fin llegué al condominio de Alma, ya bien oscuro, cuando los postes del alumbrado repartían luces y sombras entre calles y aceras, y los carros dormían el comienzo de la noche, arrimados a las cunetas.
En el control de acceso del condominio me pidieron identificación, mientras buscaban mi nombre en la lista de invitados. Recorrí el caminito de macadán de un jardín muy bonito, vigilado por guardias de seguridad con armas y perros bravos.
Después del ¡Dichosos lo ojos! ¿Todo bien? y ¡Qué chévere verte! empezamos a tomar cervezas, sentados en el balcón de un séptimo piso que daba al Cayanos viejo y al viento del mar. Alma ahora fuma esos cigarrillos finos y larguísimos que se han puesto de moda; yo sigo con mis Newport.
-¿Qué te parece mi apartamento?
Encontré a la mujer de lo más contenta. Le va fenomenal en el negocio de bienes raíces donde trabaja. De vendedora a comisión, acaban de ascenderla a Jefa de Desarrollo. Ahora están construyendo urbanizaciones al otro lado de la isla porque, según ella, en el municipio de Cayanos no quedan bosques ni lomas que desmontar.
Muy pronto nos quedamos sin Indias, pero abrimos una botella de Dorado añejo. Y amenizamos el ron con un pasto bien bueno y la música brasileña que Alma puso en su tocadiscos automático, de los que terminan y vuelven a empezar sin que uno haga nada. Bebimos, enrolamos y fumamos un montón de grullos. Mirando las horas y los carros pasar por la avenida que bordea la costa.
Cuando nos vimos borrachos, arrebatados y enganchados sin remedio a la noche, saqué el perico que me encargó y pagó Alma. Fue como un despertar. Con el calambrazo de la primera raya los ojos se nos abrieron como dos centellas. De pronto y sin avisar, el viento soplaba muy fresco; todas las luces – de carros, de postes del alumbrado o estrellas-, se habían acomodado en el sitio exacto para brillar lo justo.
De este momento en adelante, la conversación cobró velocidad y, para mí, que se hizo más clara, más animada. Detrás de una palabra llegaba otra, empujada por la siguiente, formando una fila que parecía no acabar nunca. Hablamos de los amigos y las amigas de otros tiempos.
Que si te acuerdas de tal o cual: morena y bajita ella, de pelo ensortijado; cano él, con lunares en la cara. ¿Cómo no voy a acordarme? Pues dicen que ella ha tenido una nena y que trabaja en el ayuntamiento. Caray, y que al otro, porque se puso guapo, lo mataron a tiros en un asalto entrando en su propia casa. Ya tú sabes, aquí la gente se ha vuelto loca. Ahora hay que doblar las esquinas con ojos en la nuca.
Con todo y eso, te la juegas cada vez que sales a la calle.
El gramo de coca se acabó, pero nos sobraban ganas de alargar las horas para continuar sintiendo la brisa tibia y el rumor del mar. Y aprovechar al máximo la ocasión de estar juntos, como cuando éramos chamacos.
Todavía conversando, vimos salir el sol.
Hoy, oliendo a café recién colado en el aire, desperté encima de una alfombra gruesa y blanda como la espuma. Abrí los ojos sin saber dónde me encontraba. Ni por qué, de repente, todo era demasiado blanco y nuevo. Suelos blancos, muebles blancos, paredes blancas ensanchadas por un espejo lateral del suelo al techo. Y más allá del balcón abierto, nubes blancas, en remolino, sobre un fondo azul y lejano. El peso de la noche anterior, demasiado larga para ordenarla tan pronto, me latía en las sienes.
Vi a Alma fumando, acostada en el sofá. El humo interminable de su Benson & Hedges 100 se disolvía en al aire antes de llegar al techo. La claridad iba a menos, según avanza la tarde. Y la música automática había vuelto a llenar la sala.
Poco a poco, el café negro me despejó la mente. Y caí en cuenta de que habíamos dormido el día entero y de que, si no me daba prisa, perdería la última guagua de vuelta a Bay Gardens.
Alma se levanta y apaga su cigarrillo en un cenicero lleno de colillas y changas. Al pasar a mi lado me da una patada en la barriga, suavecita. Delante del espejo que cubre la pared, se palpa el vientre y las caderas, se estira la piel de la cara y echa hacía atrás su pelo teñido de rubio.
-Mira qué bonito atardecer, prieto – me lleva de la mano hasta el balcón.
Una línea naranja se estira encima del agua hasta el final del mar, donde medio sol ya desaparece. La playa del hotel Cayano´s Hilton se vacía. En lo más alto del fortín español ondea la bandera del país, protegiendo los buques mercantes del puerto. El resto es sólo otra noche que se avecina, con sus primeras estrellas.
Alma se recuesta en mi hombro. Para mí todavía huele a pastizal y tierra mojada, a tabaco de mentol y grasa de bicicleta.
Armando Figueroa Rojas, ha publicado cuentos en revistas de España, Puerto Rico y Estados Unidos. En la actualidad reside en Madrid, donde ha trabajado de periodista, traductor y profesor de literatura latinoamericana.