Literatura
Narrativa
junio 2024
El matarife
por Domingo Alberto Martínez
La guerra no es fácil ni para las alimañas. Las trincheras son ciénagas resbaladizas y húmedas. Las ratas se multiplican; devoran los cinturones, las cartucheras, chapaletean por los rincones en cuanto llega la noche. Ateridos, agotados, niños con disfraz de soldado, el rostro ennegrecido y leve bozo, matan el tiempo de la manera que se les ocurre, mirando los renglones de unas hojas que conocen de memoria; cartas de sus padres y sus novias, fotografías gastadas de tanto manosearlas, pero que aún conservan entre los pliegues el aroma a romero y a pan de hogaza. Unos juegan al tute, apostando cigarrillos, o silban cancioncillas patrióticas; otros luchan inútilmente contra la plaga de piojos que infesta la ropa interior. Los hay que se adormilan contemplando la luna entre las alambradas, a la espera del próximo bombardeo. La guerra no es noble ni santa, sino lúgubre y descarnada, y un olor a suciedad, a podredumbre, el olor de las heridas infestadas de moscas, deja su rastro en el alma de los muchachos como una huella de barro en un campo nevado.
La guerra no es fácil ni para las alimañas. Para Ordovás el Mudo la guerra resultó particularmente cruenta. En su mundo sin luces ni palabras, una bala le atravesó el muslo, dejándole una cojera que hizo su introversión más sombría, su marginación, inconscientemente autoimpuesta como la del eremita, más siniestra. En medio de la tropa, con su mirar salpicado de esquirlas, con su rostro cuadrado y térreo, mal afeitado, mal tallado en madera nudosa y basta, él parecía solo en medio del desierto. Cuando había que matar, arrastrando su cojera, un instinto de bestia carnicera lo empujaba al campo de batalla; cuando había que morir, el fanatismo del asceta visionario lo conducía al fragor del combate. Cuando, finalmente, una astilla metálica le atravesó el ojo derecho, todos creyeron que Ordovás el Mudo había dicho sus últimas palabras.
No se trata de simple placer físico, sino de una efervescencia mental semejante al orgasmo, a pesar del olor a sangre y vísceras que enrarece la atmósfera. Siente la vibración de la cinta transportadora. Frente a él, una res que lo mira con los ojos grandes, legañosos. Implorante. No le tiembla el brazo al descargar el golpe. Los sesos le salpican el delantal, y de la cabeza abierta cuelgan un globo ocular y la lengua. El resto es pulpa rojiza.
El matarife descansa; se frota los brazos, coge otra vez el martillo. La cinta transportadora corre frente a él… ¡pum! Le ha dado de refilón. El animal patalea, chilla como el ferrocarril que llega a la estación; apenas ha tenido tiempo de moverse y ¡pum!, otro golpe. En el momento de recibir el martillazo, saltan en el aire las cuatro patas y todo el cuerpo parece levitar. La cinta transportadora corre llevándose los restos del animal, que se convulsiona espasmódicamente, hacia las tijeras de sierra de sus compañeros: ¡ris-ras!, las venas de la derecha, ¡ris-ras!, las de la izquierda. Esta vez la res ni siquiera le mira. Agacha la cabeza, sometiéndose ante su destino. El primer golpe tampoco la mata. La deja respirando tortuosa, monstruosamente, asfixiándose en un prolongado resollar, mientras en el belfo se le forman burbujas de sangre. Cuando golpea de nuevo piensa en su mujer. La muerte es casi instantánea.
Son muchas las veces a lo largo del día en las que ha repetido el mismo movimiento. No suele fallar, lo hace mecánicamente. Es su trabajo, algo sencillo. Hoy, sin embargo, cada vez que golpea, mascullando para sí como si rezara, cada vez que se toma unos segundos para limpiarse el sudor de la frente, una sensación extraña le cosquillea en el estómago. La cinta transportadora se mueve. La vaca es joven, de un blanco inmaculado, y en sus ojos adivina la forma de mirar de su mujer. Escucha su risa, el suspiro de sus labios. Cree sentir un leve respirar en el cuello, rozándole el pecho. Se le acelera el corazón. La mano le tiembla un poco cuando la vaca lanza un mugido; pero los brazos caen, ¡pum! Y el animal se desploma.
La guerra no es fácil ni para las alimañas. Para Ordovás el Mudo la guerra resultó particularmente cruenta. En su mundo sin luces ni palabras, una bala le atravesó el muslo, dejándole una cojera que todavía hizo su introversión más sombría, su marginación, inconscientemente autoimpuesta co-mo la del eremita, más siniestra. En medio de la tropa, con su mirar salpicado de esquirlas, con su rostro cuadrado y térreo, mal afeitado, mal tallado en madera nudosa y basta, él parecía solo en medio del desierto. Cuando había que matar, arrastrando la cojera, un instinto de bestia carnicera lo empujaba al campo de batalla; cuando había que morir, el fanatismo del asceta iluminado lo llevaba hasta el fragor del combate. Cuando, finalmente, una astilla metálica le atravesó el ojo derecho, todos creyeron que Ordovás el Mudo había dicho sus últimas palabras.
Pero Ordovás volvió del país de las sombras. La herida curó, dejando la cuenca vacía, oscura como un pozo. Lisiado y todavía convaleciente, los médicos, los mismos que lo habían desahuciado unos días antes, lo mandaron a casa para reponerse, y que fuera la voluntad de Dios. En su pueblo, lejos de la sangre y el olor de la guerra, el tartamudo excombatiente siguió haciendo lo único que sabía hacer, el único trabajo para el que había demostrado tener facultades.
El día entra rápido en la tarde como un cuchillo en la carne. La luz reverbera con fuerza en los cristales del matadero. De su derecha, cada pocos segundos, le llega el rumor de los hachazos y el agua hirviendo. Huele a quemado, y un charco de sangre se coagula alrededor de sus botas. Vuelve a frotarse el sudor, siempre con la colilla en la comisura. Está cansado, lleva horas sin detenerse. El tiempo se escurre a su alrededor con la terca repetición de la cinta trasportadora. ¡Pum! La cinta sustituye el cuerpo muerto por otro vivo y vuelta a empezar. Es rutina, trabajo.
No. Para él, hoy, es una cosa distinta.
El animal frente a él, un ejemplar viejo, de carne correosa y gesto soberbio, le hace pensar en su hermano, a quien sorprendió al volver de la guerra amancebado con su mujer. Los mismos padres, sangre de su sangre. Le revienta un ojo del golpe, y tarda un poco más de lo necesario en terminar el trabajo. Aprieta los dientes como si quisiera sonreír, pero no hubiera aprendido a tiempo. Él nunca sonríe, y ya no lo hace cuando la cinta transportadora se lleva los restos de su hermano en un charco de orines. Ahora, mirándolo llorosa, clavándole en el pecho el anzuelo de la lástima, encuentra a su hija, o al menos a quien durante un tiempo creyó que lo era. La sospecha es como el gusano que se arrastra por su cabeza, una tenia enquistada entre los pliegues del cerebro, alimentándose con sus recuerdos. Se limpia el sudor de la frente, se frota la sangre que le gotea de los guantes en el delantal. Sangre de su sangre, piensa. Cierra los ojos. Levanta los brazos mecánicamente…
—Vamos, vamos.
Alguien lo detiene. Al volverse, se encuentra con la mirada inexpresiva del encargado.
—Vamos, vamos —insiste, empujándole con brusquedad.
Ordovás se encoge de hombros; se deja llevar. Atraviesan la nave del matadero, que de repente se le antoja interminable como en una pesadilla. Al salir al exterior recibe un bofetón de aire frío. Es de noche. Respira profundamente. Llena de aire fresco los pulmones, se despeja del hedor a entrañas y pelos chamuscados.
—Vamos, vamos.
Intenta protestar, pero ya no es el encargado quien le empuja, sino un guardiacivil, que lo conduce de malas maneras hacia su compañero, plantado unos metros más allá con el fusil en bandolera. No comprende lo que ocurre, pero desconfía e intenta escapar. El guardiacivil tiene una porra en la mano; él se la quita y lo golpea violentamente en la cabeza, como si fuera una res. Huye. Su camino, de repente, está jalonado de curiosos que chillan y se apartan a empujones. Alguien lo llama por su nombre. Sin dejar de correr, cargando a duras penas los pasos a lomos de su cojera, buscando una salida a la parpadeante luz de su único ojo, resollando como un toro castigado, se vuelve y descubre siluetas que estallan como petardos en una verbena. Un guardiacivil a cuatro patas con el rostro bañado en sangre; a su lado, su compañero (lo ve muy bien, muy claro, como si no hubiera visto otra cosa en toda su vida), que apunta con cuidado y dispara.
Solo al sentir la bala atravesándole la espalda y caer como un fardo, solo al notar la serenidad, la desidia con la que la muerte le cierra los párpados con esos deditos afilados y largos, Ordovás el Mudo se da cuenta de que hoy no ha ido a trabajar.
Domingo Alberto Martínez. Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) dirigió una librería hasta 2012, año en el que se trasladó con su familia a Tudela, capital de la Ribera navarra. Su primera novela, Las ruinas blancas, fue premiada en el XVI certamen «Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal», convocado por la Diputación de Zaragoza en 2001. Un año antes, su siguiente novela, Hojas de hierro, había recibido el premio «Alfonso Sancho Sáez» del Ayuntamiento de Jaén. Sus relatos, premiados en más de setenta certámenes literarios, están recogidos en las antologías El pan nuestro de cada día, de próxima aparición, Esto no es una novela y Un ciervo en la carretera, estos últimos actualmente en librerías