Literatura
Narrativa
enero 2024
El trapecista
por Génesis García
David ambicionó una sola cosa en la vida: ser un artista circense. Pero, perteneciendo a una de las familias más acaudaladas de la región, ese sueño parecía ser nada más que una quimera inalcanzable. Cada verano, el circo llegaba a la ciudad, convirtiendo el tejido gris de la existencia en una maraña de magia, fantasía y color que volvía la vida más tolerable. David adoraba ver los trajes cubiertos de lentejuelas y plumas, escuchar las fanfarrias de la orquesta, las risas y los gritos de un público entusiasmado y cautivo de las luces y el oropel. Sus ojos seguían cada acto con devoción, mientras su cuerpo se movía por sí solo, intentando seguir el ritmo de los bailarines y contorsionistas que ocupaban el escenario con la prestancia de grandes señores, dueños del escenario, dueños de sus suspiros. Entre ellos, el director era como un rey, altivo y poderoso que controlaba a su séquito a impulsos de su estruendosa voz y su bastón de mando que destelleaba bajo las luces de neón.
Acróbatas, domadores, tragafuegos, payasos y bailarines eran para él como ídolos ardientes y maravillosos que llenaban su mente y su corazón de ansias y portento. Pero, nadie era más prodigioso, ni despertaba más admiración en el joven que los trapecistas. Los trapecistas eran ángeles ingrávidos que volaban por el aire, desafiando al peligro y a la muerte, riéndose en la cara de la desgracia y el infortunio. Eran corazones valientes que sonreían desde las alturas y flotaban por los aires con la gracia de una pluma arrastrada por el viento. Y David hubiese dado lo que fuera por ser uno de ellos. En el momento en que lo comunicó a la familia, un huracán sacudió hasta los cimientos de la casa familiar. Su padre pegó el grito en el cielo, jurando ante todos los santos que su hijo mayor no sería un miserable cirquero y amenazó con enviarlo al ejército para enmendar sus pensamientos retorcidos.
Su madre lloró por dos días seguidos y luego se encargó de ponerlo a rezar el rosario de rodillas sobre guisantes para enderezar el rumbo de su vida y hacerlo comprender su lugar en el mundo, pero, nada lo hizo cambiar de opinión. Ni las amenazas del padre, ni los castigos de la madre pudieron apagar el fuego que lo quemaba por dentro y que lo tuvo en ascuas por meses, esperando el momento indicado para dar el salto al vacío. Cuando el circo Montini arribó a la ciudad por quinto año seguido, el joven supo que ése era. Ante las llamadas al público en las calles, sus padres se pusieron en alerta y redoblaron la vigilancia en la casa, intentando por todos los medios mantenerlo alejado de la carpa y sus colores. Pero nada puede contener a un alma decidida y David estaba resuelto a seguir su destino. El último día de la temporada, aprovechó la hora de la misa para escapar de la férrea vigilancia de su tía Petra y huyó en dirección al circo, cargando en las espaldas nada más que sus sueños y sus esperanzas embutidas dentro de un morral viejo y sin forma tejido por alguna abuela milenaria de la que ya nadie se acordaba.
David se plantó frente al dueño del circo con las mejillas coloradas, la respiración agitada y los ojos en llamas, pidiéndole una oportunidad para demostrar su valía. “Quiero trabajar en el circo”, espetó sin rodeos y el hombrón alzó una ceja, notando en sus ojos la misma audacia y osadía que un día lo arrancó de su casa y que luego vio en decenas de chiquillos como él a lo largo de su carrera. La mayoría fracasaba y renunciaba antes de un mes, volviendo a sus hogares con la cola entre las patas. Pero, quizás este valiera la pena. Suspiró pesado y lo invitó a subir al camión, acomodándolo entre un rollo gigante de cuerda y un montón de baúles llenos de ropa apolillada. De ese modo, David dejó atrás todo lo que conocía y se lanzó a la aventura.
Una vez dentro de la caravana, descubrió que la vida del circo no es tan glamorosa ni romántica como él esperaba. El trabajo era duro, las condiciones de vida paupérrimas y bajo todo el brillo y el oropel del escenario, se escondían rostros tristes y ajados que, desprovistos de maquillaje, se asemejaban mucho más a los mortales que a los dioses que él soñaba. Pero, el muchacho no dejó que eso lo amilanara. No importaba que los payasos lucieran manchas en la piel por el maquillaje de plomo, ni que las contorsionistas amamantaran a sus hijos al aire libre con sus pechos caídos y flácidos, ni los perros flacos que seguían a la caravana y solían terminar dentro de la jaula de los leones. Era un espectáculo triste y patético, pero David cerró los ojos y siguió adelante. No le importaba la vida fuera del escenario. Tampoco le importaba la lluvia que se colaba en su carpa ni el frío de las madrugadas ni el calor abrasador en el verano: estaba en el circo y eso significaba libertad. Convertirse en trapecista no fue sencillo tampoco. “Tienes que empezar desde abajo, mocoso”, le dijo el dueño, entregándole una escoba vieja y remendada para que limpiara las heces de los caballos.
David aprendió a barrer y a coser, a remendar harapos, a limpiar los implementos, a clavar las gradas y a levantar la carpa. Fue payaso y cobrador, vendió golosinas en la entrada y llenó las lámparas de aceite tantas veces que perdió la cuenta. Hizo los trabajos más humillantes y difíciles sin emitir una queja, sin dejar caer los brazos porque cada pequeño logro significaba un paso más en dirección a su sueño. Cuatro años después, al fin se subió a la tarima del trapecio por primera vez. Llevaba una malla ajustada, el cabello bien peinado y su barba de adulto recién estrenado recortada con pulcritud. Sus brazos bien formados y pesados de músculo levantaron suspiros de las jovencitas asistentes y por primera vez en su vida, David se sintió completamente feliz. El aplauso del público lo llenó de bríos y cuando el fuerte lo llamó con una fuerte palmada, se sostuvo con fuerza de la barra del trapecio y se lanzó de la tarima sin titubear. Voló por los aires con la cadencia y la gracia de un águila en vuelo, liviano y fuerte a la vez, convertido en ángel. Convertido en dios.
Sonriendo, se balanceó en el aire y ante el nuevo llamado del fuerte, soltó la barra para lanzarse al agarre firme y poderoso del avezado trapecista. Sus ojos se encontraron por un momento y David pudo notar el momento exacto en que el pánico invadió los ojos azules del mayor. Sus manos resbalaron como mantequilla en una hogaza de pan caliente y de pronto, el clímax de su felicidad se convirtió en una pesadilla horrible en la que caía y caía sin que nada ni nadie se interpusiera en su camino. La gravedad lo arrastró inmisericorde hacia el suelo y más temprano que tarde, sintió el impacto en todo su cuerpo. Los gritos del público resonaron dentro de la humilde carpa del circo y sus compañeros se precipitaron en su dirección, mirándolo con ojos desorbitados por el miedo. David quiso abrir la boca, decirles que estaba bien, que no le dolía nada. Que no sentía nada.
Y entonces, la realidad caló al fin en su mente: no sentía nada…
Génesis García (Chile, 1990) es historiadora, escritora y tallerista. Ha publicado en más de cincuenta revistas literarias especializadas, entre las que se cuentan Especulativas, Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano, Chile del Terror y La Sílaba. A su vez, es acreedora de más de una docena de premios nacionales e internacionales y ha participado también en diversas antologías publicadas a lo largo y ancho de América Latina y España.