Literatura
Narrativa
agosto 2023
Sentido de mujer y del deber
por Pedro Murúa Castro
Era la tercera vez que se veían. Gustavo Apiolaza, prestigioso rector de la Universidad de la Cordillera, mantenía como siempre un trato amable y atento hacia ella. En esta oportunidad algo sería diferente, Milka Brecht aceptó la invitación del hombre y fueron a la cabaña que Gustavo había comprado varios años atrás en el Litoral Central de Chile. Fruto de su abnegada y consciente labor en alguna entidad del sector público, pudo adquirir este y otros bienes raíces. Consiguió un muy buen precio de compra por esta cabaña, su valor fue rebajado en un setenta por ciento respecto del precio real de la vivienda. Por decisión de Milka, decidieron ir en el automóvil del hombre, un BMW del año 1997, conservado en excelente estado, y lógicamente de color azul.
Extrañamente, Milka conocía el lugar, sabía cómo llegar y más aún tenía perfectamente claro el camino de regreso. La cabaña se veía excelente, muy pulcra, elegante, limpia y bien conservada. Probablemente el único detalle fue que al llegar, no obstante estar muy próximas las casas unas de otras, no salió ningún vecino a saludar, y ambos ingresaron a la vivienda sin ser vistos por nadie.
La cena estuvo fantástica: un buen lomo asado, con ensaladas variadas, vino cabernet sauvignon y de postre Leche Asada, preparada el día anterior por Doña Manuela Jeria, mucama ocasional de Apiolaza. Comieron y bebieron con la apacibilidad que brindan los ecos de las olas del mar de fondo.
Milka era una mujer atractiva; a sus 50 años se veía muy bien conservada y muy probablemente no tendría nada de envidiar a muchas de treinta. Un metro setenta y cinco de estatura, delgada, rubia, ojos claros, cuerpo bello y sensual. Por su parte, Apiolaza, diez años mayor, ofrecía la contextura de un hombre preparado y cuidado físicamente, al tipo militar. A Milka le llamaba la atención su trato, siempre atento, y presto a atender a la mujer apenas daba señas de necesitar algo. Por lo demás, era un hombre culto, con una elocuencia fina, aunque enérgica a la vez y que hacía pensar que alguna vez pudo dirigir un grupo de trabajo numeroso. El hombre, a pesar de las interrogaciones de Milka, no hablaba de su pasado laboral, se limitaba a decir que era un afortunado de la vida y que había estado en el lugar y la hora precisa. Por su parte, la mujer, como muchas, guardaba información que la mantenía con ventaja varios niveles por sobre el hombre. Ella sabía de él, sin lugar a dudas.
Después de la cena y ante la curiosa invitación de Apiolaza, se fueron a la cama:
—Escúchame Milka, ya es la tercera vez que nos vemos, somos personas adultas. La cabaña cuenta con tres dormitorios: uno, el principal y otros dos para invitados. ¡Tú eliges!
—Al igual que tú, también elijo el principal —dijo en forma serena, tranquila, con el convencimiento de su estatus femenino y continuando con un plan previamente establecido.
El hombre se acostó primero, consciente de que ello le permitiría tener la visión de Milka y todo el ritual o proceso previo antes de que ella se tendiera. Y fue como esperaba; la bella rubia, junto con dejar ver parcialmente parte de sus senos, se incorporó a la cama con un pijama de color escarlata. Optó por el lado de la cama que se encontraba más próximo a la puerta de la habitación. Ya juntos, el hombre acarició la suave faz del rostro de Milka, mientras ella asintió besándolo suavemente, sin pasión, y haciéndole saber un grado de deseo menor, virtualmente inexistente. Una vez que el hombre se volteó hacia ella, comenzaron las caricias, aunque sobre las ropas. Ella se limitó a abrazarlo y cruzar las manos en torno de su espalda. Apiolaza, por su parte, quiso ir más allá y trato de desprender el pijama de la mujer. Milka no lo toleró:
— ¿Qué ocurre, estás bien? —dijo el hombre un tanto extrañado y molesto. Justo cuando se predisponía a tomar disimuladamente media pastilla de viagra.
—Gustavo, creo que aún no estoy preparada para eso. ¿Podemos dormir en esta oportunidad como amigos? Entiendo que te molestes, pero has sido tan tierno y me has hecho tan feliz las veces en que nos hemos visto. Te pido un tiempo más para que concretemos nuestra incipiente relación.
Al contrario de lo que se podía esperar, Apiolaza guardó silencio, no se molestó, se alejó levemente y dijo:
—Te entiendo y cuentas con todo mi respeto, ya habrá el momento más idóneo para lo nuestro; tengo la paciencia necesaria y creo que esta relación se puede proyectar a largo plazo. Por ahora si estimas durmámonos.
—Gracias —dijo Milka, sin emitir juicio alguno. Se preparó para voltear su cuerpo y mirar hacia la pared más próxima, esperando lucidamente a que el hombre se durmiera. Entrenada para gestiones de este tipo, sólo una vez que se durmió Apiolaza, lo hizo ella. Y según la misma lógica, despertó primero en la nublada mañana de aquel domingo, temprano, a las cinco en punto y en el silencio más profundo de una comunidad que sabía de ello.
A las cinco y diez minutos, Milka se levantó de la cama, con una sagacidad y cuidado que hizo imposible algún tipo de reacción por parte del hombre. En primer lugar y ante un posible despertar de este, se dirigió a la cocina para encender el hervidor de agua. Mientras lo hizo, Apiolaza no dio muestras de querer abrir los ojos. Después de ello y sigilosamente se dirigió al living de la cabaña, abrió su cartera, sacó un rosario cristiano, lo guardó en su bolsillo, en seguida sacó una impoluta y pocas veces usada pistola. Antes del cometido final, se dio cuenta de la presencia de una gata rubia (un tanto descuidada). La gata se limitó a frotar suavemente su cuerpo en las canillas de Milka. Afortunadamente no hizo nada más. Por un momento temió que hiciera un ruido que arruinara su plan.
Milka se dirigió a la habitación donde aún dormía Apiolaza. Con la precaución que otorga la experiencia incorporó al arma de fuego un silenciador y disparó dos balazos en pleno corazón del hombre. Los tiros fueron ejecutados con tal precisión y juego de manos, que el hombre, en lo fundamental, efectuó un sorpresivo salto, no pudiendo su organismo generar las fuerzas necesarias para un posible contraataque. Falleció al instante.
Antes de salir de la cabaña, Milka hizo lo posible por borrar todo vestigio de su presencia; si lo logró o no, el tiempo lo aclarará. Su equipo de rescate se encontraba a sólo dos cuadras de la cabaña; ahí la esperaban Manuel y Ramiro, en la clásica Chevrolet C10 de 1973. El cometido fue logrado. En el trayecto a la ciudad no quiso pensar en el pasado, ni en la oportunidad en que décadas atrás había estado ahí, ni en el otro nombre que usaba Apiolaza, ni en los golpes, ni en las quemaduras en sus senos, ni en los roedores recorriendo su más próximo sentido de mujer, ni en el resto de sus amigos que gritaban y gritaban en aquella (otrora) inexpugnable casa de torturas.
Pedro Murúa Castro. Nacido en Viña del Mar en abril de 1971. Ciudad en la que reside en la actualidad. Cursó estudios en Relaciones Públicas y Administración de Empresas. Desde el año 1994 es funcionario de la Municipalidad de Viña del Mar, gestión que es complementada con el oficio de escritor. Ha publicado Dos libros de poesía, “En otras palabras” (2018) y “Voces de un cuadernillo preocupante” (2019). El cuento que se publica corresponden a una selección de los que se incluirán en su primer libro de relatos.