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Ensayo
junio 2023

 

La rebeldía, un instinto que se instruye
Por Sonia Valderrama

 

“No es noble la rebelión por sí misma, sino por lo que exige.”
Albert Camus

Podría parecer difícil no entrar a veces a cuestionar la absurdidad de la vida. Observar el entorno y hallar en él un “para qué” rebotando en las paredes de una habitación, sin respuesta. La pobreza, el hambre, la escasez son absurdas en un planeta que rebosa en riquezas y profesa tener seres racionales e inteligentes al mando. La miseria, la discriminación, la injusticia, son absurdas frente a la rimbombancia del progreso, el desarrollo y la conciencia. La indiferencia, el odio, la dominación resultan incomprensibles cuando la comunidad ha sido el pendón sosteniendo la bandera de valores y principios tan anteriores como el yo. Incoherente resulta coexistir en un mundo tan caótico como lo es este que pisamos. Cabe aclarar, que pensar en lo absurdo de la vida, no es abrirse a establecer la locura como su motor, o a la resignación como un acto consecutivo. Pensar en el absurdo es estar consciente de que recursos, ideas y tecnología están, lo que falta, dentro de las tantas cosas, son voluntades que puedan generar ambientes dignos para habitarnos.  Hemos nacido para vivir en un mundo que no da muchas opciones, a pesar de que éstas sean posibles. He ahí cuando se reacciona. Frente a eso que deviene como una injusticia individual, se enrolla la historia conjunta que también cargamos, porque la memoria es fuerte y hacerla presente es ya un instinto de sobrevivencia. Esa memoria que cuelga de las murallas, que se manifiesta en el testimonio oral de la sobremesa de cualquier grupo humano que se reúne alrededor del fuego, la comida, el afecto, es la que se teje en conjunto, desde la que se convoca a un sentido, responde a un futuro, a un porqué. Desde la periferia, en los suburbios de esos que se saben existentes, aunque invisibilizados, es donde más entran en contradicción la realidad sobrevalorada de los medios de comunicación y el hilo visible de la cesantía que se cuela en los pisos de tierra y las precariedades. 

Hemos aprendido de las barbaridades de una especie que disimula detrás de los espejos y el glamour a la par que la basura colma las esquinas de las poblaciones y el consumo no es de lujos, sino de cocaína y derivados, que contaminan las veredas y las mentes. Se escucha en las poblas ritmos de toda índole, pintan el paisaje el desprecio a la yuta, los colectivos sociales, los talleres autogestionados, la organización territorial. Se intenta dar un sentido que no radique solo en las peleas de barras bravas o en el poder del narco en las plazas de barrio, sino en la profundización de las problemáticas, que pasan por la educación, por la cultura, por el querer conocer y construir en conjunto. Las realidades alteradas por el uso excesivo de la fantasía, de la religión, de las luces que el exitismo arroja sobre los rostros cansados, asoman para empañar, confundir y hacer del progreso una buena estrategia para aplacar la furia, para detener, para bloquear las energías de un presente que pide a gritos desmoronarse.   

No es noble la rebelión por sí misma, sino por lo que exige, planteaba Albert Camus, en una época donde la humanidad parecía haberse quebrado entre guerras, crímenes e injusticias.  La rebelión como punto de partida para la discusión sobre la naturaleza humana y el tejido cultural que determina quienes somos y a qué nos enfrentamos cuando habitamos en un entorno, junto a otredades y paisajes. En aquellos tiempos, que parecen no ser tan distantes del presente, coexistir y resistir frente al absurdo, era una cosa de vida o muerte. Algo así sigue pasando aún en este siglo.  El mundo incomprensible, insensato, caótico, es una realidad de la que no podemos evadir la mirada. Es algo que ya está, con toda su historia, su pasado, sus errores y vulneraciones. Cargamos con cementerios de cadáveres y quienes asesinan, impunes paren generaciones de hijos que más tarde serán los nuevos depredadores. Aceptar este absurdo sin rebelarse, es aceptar también la muerte. Es acatar una existencia sin armonía, sin equilibrio; es normalizar la represión y en ella negarse a sí mismo y, por ende, dejar de existir.  Esa voz que se alza para decir ¡Basta!, es la voz de un ser que se sabe a sí mismo en un desencaje, es quien rechaza su condición y que, de alguna u otra manera y, a pesar de las consecuencias, se levanta para establecer un límite, juzga a su adversario, evoca justicia, un cambio, la transformación, no de sí mismo, sino de los principios que rigen la condición de una clase, de una especie, de un grupo humano, que a veces se presenta sin rostro o nombre.  

A esto apelaba Albert Camus cuando escribe “El hombre rebelde”, libro publicado en 1951, y que, debido a su carácter pacifista logró tensionar a intelectuales tan soberbios como Sartre, quien desde su posición más estalinista no dudó a vapulear al argelino, en todos los medios posibles.  Y no es que se quiera de esta forma discutir sobre la validez o no de la violencia, tal como se polemizó en aquellos años, sino apelar a la cuestión misma de la Rebeldía como un acto genuino, necesario y totalmente humanizador; como el estado al que se hace urgente atender, fomentar y, sobre todo, conducir. Porque por muy absurdo que suene, aún en pleno siglo XXI, y con toda la naturalidad con la que se puede absorber la miseria, seguimos en luchas por defender algo tan necesario como lo es el agua, la vida, la dignidad. Pequeños o medianos estallidos de rebeldía asoman, pero se esfuman entre los palos, gases, cárceles y disparos. Hay flashes que circulan por las redes cibernéticas retratando gestos y testimonios de la vida popular y sus luchas, pero el escenario montado, la estructura que sostiene esa absurda normalidad capitalista, aísla los esfuerzos, segrega a la vez que reprime cualquier avance. No permite el paso desde la rebeldía a la revolución, desde la primaria reacción de levantarse frente a la injusticia, a la organización masiva para la defensa de los derechos y el ataque a quienes pretendan transgredirlos. La rebeldía se educa con memoria y ética, se canaliza para enfrentarse al enemigo, con herramientas e inteligencia. Se piensa para que nuestra clase no sufra las consecuencias de lo que significa oponerse a la gran máquina depredadora, se forma para no repetir los errores, para crecer.

La rebeldía, no es simplemente un estado que se da en la adolescencia, como lo pretende hacer pasar la adoctrinada materia de la psicología de la normalidad. Inocente sería pensar que las y los jóvenes han levantado luchas históricas sólo por sus cambios hormonales o su alumbrada capacidad de discernir, no es un estado que se abandona, es un instinto que se instruye.  Es el principio en el que se tantea por cuenta propia que el mundo no es tan sólo el espacio maquillado por las y los adultos cercanos. Existe independencia, autonomía, voluntad y exigirlos no es una falta de respeto. Tampoco lo es la resistencia a la dominación o el control.  Siglos de acondicionamiento han proporcionado una mala fama tanto para la rebeldía, como para la revolución. A quienes exigen se les castiga, se les criminaliza, les hacen parecer absurdos, idealistas, utópicos, incluso hasta terroristas, pero sin aquellas y aquellos, quizás hubiésemos sucumbido con mayor fuerza al abismo.  

La verdad, materia en la que se lleva siglos pensando, no debe ser la invención de algunos que nos hacen perecer a costa en una vida que no elegimos, que determinan una condición basada en el dolor, la falsa meritocracia, la competencia y el salvajismo. Cómo vivir y cómo morir no puede ser una decisión que dependa de las estructuras que privilegian sólo a la mínima parte de la población. De ahí que la exigencia pase por hacerse responsable de las propias verdades y hacer que éstas se resuelvan en la construcción de un lugar más humanamente habitable. De ahí que frente al macabro escenario que nos ofrece el mundo capitalista, se haga tan necesario abogar por el color rebelde y combativo que corre en la sangre de los pueblos que recuerdan, que luchan y se alzan.


Sonia Valderrama

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