Literatura
narrativa
diciembre 2022
Hoy es un buen día para morir
por Ham Bashur
—Hoy es un buen día para morir. —Sentenció el viejo Nepomuceno desde la ventana del hostal donde se encontraba hacía tres días. Era su septuagésimo cumpleaños y había viajado desde la fría capital para estar solo ese día en un cálido pueblo del caribe. Llevaba parado en la ventana desde antes del amanecer, mirando la nada, quieto como una estatua. La inmovilidad voluntaria le ayudaba a disimular el dolor, mientras repasaba los detalles del itinerario de su viaje, el último de su vida.
Salió del hostal sin desayunar, a buscar el boticario que le aplicara la última dosis de morfina que le quedaba; ya en la botica, presentó su prescripción médica para hacerse a la dosis de la tarde, pero no había.
Caminó medio renco al mismo restaurante que había frecuentado los días anteriores, repitiendo su nueva rutina; restaurante, café internet, un banco de la plaza y el hostal cuando caía la tarde; pero ese día, esa última actividad cambiaría. Todo su nuevo entorno lo tenía en la cabecera de la plaza, con lo cual se sentía agradecido porque no tenía que caminar mucho.
Ordenó tres huevos revueltos, pan y chocolate espeso; Justo la dieta que el médico le había prohibido pero que a él más le gustaba. Antes de salir del restaurante, hacía un encargo con mucho énfasis, que le guardaran sopa de verduras para las tres de la tarde. No quería ir a ninguna otra parte a buscar comida. Había pagado anticipadamente y con generosa propina, desayuno y almuerzo para cinco días, cosa extraña para la ventera; ese prepago le permitió exigir la reserva de su almuerzo, así que cuando ya no habían más comensales, don Nepomuceno llegaba a pedir su sopita de verduras.
El café internet estaba al costado de la plaza, también allí prefería el mismo sitio en un rincón; si estaba ocupado, esperaba hasta que estuviera libre.
Verificó que tres correos electrónicos programados para ese día ya habían sido leídos y replicados, respondió uno y lo programó para ser enviado ese día a las seis de la tarde con un breve video adjunto.
Lo estremeció el recuerdo de su hija agarrada a su cuello, llorando en silencio tras la última discusión que él asumió como la despedida. “Me retiraré a algún lugar remoto a morir en paz, sin molestar a nadie”, le había dicho. La discusión se tornó tensa y quedó inconclusa, y ahora, con la frialdad de un correo electrónico quería concluir lo ineludible.
“Amada hija. Hoy, cuando el sol se oculte, me habré liberado de este cuerpo enfermo, que ofrendaré a la naturaleza, así que no te ocupes de buscarlo, porque ese, ya no seré yo.Te libero de seguir lidiando con mi decrepitud, ocupa tu tiempo de mejor modo; el mío ya pasó, lo único pendiente es terminar pronto con la precaria vida de este cuerpo en decadencia que muere lentamente. Sé feliz a pesar de las adversidades. Yo estaré contigo a través de tus recuerdos, así que procura los mejores.Te amo.”
Salió erguido, aunque con paso trémulo. El efecto de la morfina le permitía a veces caminar con placidez, pero ese día no era uno de esos. Mientras duró el efecto del narcótico, experimentó un falso sosiego que poco a poco fue desapareciendo a la par que el día. Ya se había resignado a que esa dosis de la mañana era la última y estaba dispuesto a lidiar con su suplicio cuando el dolor volviera al caer la tarde.
Se encaminó con paso parsimonioso hacia un banco de la plaza, a la sombra de unas acacias. Se hizo en el centro esperando que nadie más se sentara en su banca, miró la hora en la torre de la iglesia y la comparó con la de su reloj, bajó los hombros y la cabeza, y con su mano izquierda cogió su derecha, que empezaba a temblequear y la reposó en su regazo, cerró los ojos y quedó sumido en sus cavilaciones.
Evocó las últimas diligencias en la ciudad, la negación de la eutanasia por parte del concejo médico de su EPS. “Hijueputas, no les sirvo muerto porque dejan de recibir mi plata” musitó en silencio, solo con un leve movimiento de labios.
En las conversaciones de los últimos meses con su hija, orientó su discurso al tema de la muerte, sin embargo no logró convencerla de que había que celebrar la muerte a voluntad con la trascendencia de una clausura. Ella asimilaba su postura racional, pero nunca lo asumió como un precepto moral, y menos aplicado a un ser querido. Por eso tuvo que urdir su temerario plan de huida para escapar primero de los que amaba, y luego escapar de sí mismo.
Se desveló varias noches repasando el itinerario, al que le iba agregando detalles hasta darle el carácter sagrado de un ritual.
En cuanto al tiempo y lugar, no lo dudó mucho, su cumpleaños se acercaba, y aún tenía en la retina una puesta de sol que lo había cautivado años atrás, durante un viaje por carretera que hizo a Barranquilla. Era muy dado a observar atardeceres, el mar y el cielo de la noche. Así que tres días antes del fin, empezó este periplo en la terminal de autobuses de Bogotá con una maleta de rodachines medio vacía.
Despertó de súbito y en su banca habían dos palomas esperando que les diera de comer, como es habitual en la relación entre viejos y palomas que se posan en las bancas de los parques. Miró la hora y se paró con dificultad, ya era tiempo de su última cena. Dejó su sopa de verduras a medias y pasó al hostal, como deshaciendo sus pasos. Se vistió la única muda de ropa que traía y la que se quitó la metió al cesto de basura. En su maleta quedaba solo una prenda que usaría luego. Pasó a hacer el check-out, sin pedir devolución por los días adicionales que había pagado. La mujer de la posada, le ofreció el ayudante, para que le llevara la maleta hasta el paradero de buses, pero no lo aceptó.
—Tranquila, son solo tres cuadras, puedo solo —le contestó con gesto amable y salió renqueando. Ya el efecto de la morfina se estaba yendo y no le permitía el lujo de caminar erguido.
Al cruzar la calle recogió una piedra del tamaño de su puño, abrió la cremallera de su maleta y comenzó a llenarla. Pasó desapercibido, como un vagabundo que esculca tachos de basura recolectando cosas, pero éste solo buscaba piedras, y fue llenando su maleta con pequeños pedruscos que encontró en el camino hasta dejarla del peso que podía arrastrar y la cerró.
El autobús pasó a las cinco y recogió al único viajero de esa parada, que prefirió no ponerse cómodo por estar atento a la carretera para no pasarse de su destino.
—Me deja antes del puente, por favor —le dijo al chofer, y al ayudante le pidió el favor de bajarle la maleta de rodachines que estaba en la bodega.
—Que carga, ¿piedras? —preguntó éste irónicamente al pulsear la maleta —Sí señor —le respondió el viejo, congraciándose con él, por su acertada ocurrencia.
Esperó que el bus arrancara y emprendió su viacrucis con la actitud de un penitente, arrastrando su pesado fardo por el sendero peatonal hasta el centro del puente, donde tiempo atrás también había contemplado la puesta de sol, pero en distintas circunstancias. Se acomodó como un niño en una atracción mecánica, con sus piernas colgando en la enorme estructura de acero y hormigón, acomodó su equipaje a la izquierda y con parsimoniosa labor sacó las piedras y las acomodó en un túmulo a su derecha, sacándolas de una en una. Luego de la base de la maleta, sacó un morral y una chamarra con cuatro cremalleras que había conseguido especialmente para la ocasión; dos bolsillos grandes a cada lado. Se vistió la chamarra y con la lentitud que le permitían sus dedos temblorosos, llenó tres bolsillos con los pedruscos, el derecho inferior ya lo traía lleno con algo pesado, que no eran rocas y que tenía reservado para el final.
Cerró con dificultad la cremallera de cada bolsillo que iba llenando, dejando su pecho como el pertrecho de un soldado que se adentra en la manigua. El resto de piedras las metió al morral y se lo acomodó en la espalda, apretando las correas contra su pecho con un arnés y luego tiró la maleta al río.
Ya estaba casi listo. Tras una breve pausa para recuperar la respiración por la fatiga, revisó su reloj porque sintió que el tiempo se acotaba sin haber terminado su ritual dignamente, como lo había planeado. Cinco y cincuenta y cinco de la tarde, se tranquilizó al ver que no había retraso. Conectó de nuevo con su entorno; la brisa soplaba de frente y a lo lejos, un surco de nubes en pequeños copos que el sol teñía en refulgente arrebol, como presagiando su muerte. Ese fugaz momento de quietud le fue interrumpido por el intenso dolor que arreciaba ya en todo su cuerpo y amenazaba con una parálisis, recordandole por qué estaba ahí, sentado como un paracaidista listo para su salto final.
Buscó con sus dedos trémulos en el bolsillo derecho de la chamarra, su revólver 38, que había equipado con las ocho balas por si acaso. Metió el cañón en su boca abierta, agarrando la cacha con las dos manos y su pulgar izquierdo en el gatillo, calculó 45 grados de inclinación y con sus ojos buscó de nuevo el sol que también estaba a punto de apagarse sobre el horizonte.
El ronroneo de un motor próximo interrumpió su sacro momento. Era una chalupa de pescadores que venía contracorriente, la perdió de vista cuando pasó bajo el puente y esperó hasta que su sonido era un sutil susurro.
El sol se hundió en la lejanía como si se derritiera sobre la silueta de los árboles. El disparo de un viejo revólver hizo revolotear los pájaros que en la ribera ya se estaban acomodando en sus nidos, y un zambullido sin testigos resonó en el Magdalena.
Ham Bashur (El Cocuy – Colombia, 4-ago-1965) Ingeniero Informático, aficionado a la literatura, lectura y escritura. Ha escrito algunos relatos que publicada en su blog y que otros portales también han publicado como en El Narratorio y Club de Lectura