Literatura
Narrativa
septiembre 2022
La unión obrera
Rosana Carvalho Paiva
Renata entró a la sala de recursos humanos, furiosa, con un pañuelo rojo amarrado al cuello. Miró alrededor de la habitación vacía para ver si había alguien y solo encontró a una chica pálida y papilionácea sentada en un rincón, disimulando que estaba mirando su teléfono celular.
– ¡No firmo! Y si me despides, tendrás que pagar una indemnización porque mi contrato es de obra y servicio y el servicio continúa, ya que es así y si quieres despedirme, ¡tenéis que indemnizarme!
Cerrando la puerta con toda fuerza, bajó al bar chino por una cerveza. La encontré allí, en la hora mi intervalo y, mientras yo tomaba un café, me dijo que la querían despedir porque ya llevaba tres años trabajando y la empresa tenía la obligación de hacerla fijo y no lo querían hacer.
En cinco días ya sería echada a la calle, pero recursos humanos le pidió que firmara la carta de despido con una fecha anterior, como si le hubieran dado quince días de preaviso, para aparentar que todo lo hacían con apariencia de legalidad. Ponían prisa y más prisa, si firmaba, le cobrarían el finiquito rápido, muy rápido. Pero sin la indemnización a la cual tenía derecho.
Renata tardó un poco más en volver de la pausa, pero cuando volvió uno pudo sentir cuando ella atravesó la puerta y chapoteó sus zapatos en el piso de goma, con cada gran paso que daba disparando un latido en el pecho del jefe porque venía hacia él con la cara llena de lo orgullo de una juventud de barricadas comunistas.
El jefe se encogió como un conejo y se escondió debajo de la mesa. La supervisora se levantó y salió en su defensa. Era tarde, Renata ya cruzaba furiosa la habitación con la cara roja y el dedo levantado. Sin otra opción que cumplir su papel de muro energético, la supervisora agarró su dedo con la mano izquierda y gritó “¡Ni por encima mi cadáver!”. Dobló su cuerpo y lo arrojó del lado derecho sobre el vientre de Renata para tratar de tirarla al suelo.
No sabía que Renata era fuerte como un toro, ligera como una mariposa y ágil como una gata. Ella no se dejó caer y fue la supervisora quien, por el contrario, rodó por el suelo llegando a golpearse la cabeza en una docking station, quedándose totalmente desmayada.
Soraya, al ver la confusión no sabía a quién ayudar, y quién debía lamer las botas, si más al jefe, o más a la supervisora. Delante de ese antiguo dilema muy suyo, decidió seguir trabajando, agradeciendo a Dios por la oportunidad de que mientras todas las demás compañeras se distraían con la escena, ella podía producir más y luego demostrar al jefe a través de unas hojas de cálculo lo eficiente que era.
Renata escapó del golpe de la supervisora con un solo salto lateral y un giro completo, aterrizando en el escritorio de Evandro y derribando su computadora. Apenas tuve tiempo de ver que el jefe trató de arrastrarse hacia el armario donde estaba su disfraz de Batman, pero fue interceptado a mitad de camino por Renata, quien ya había rodado fuera de la mesa en un salto mortal y aterrizado en una agachada posición felina, tirando la moqueta y arrancándola del suelo, provocando altas olas que hicieron que todas las mesas de la sala se levantasen y sacudiesen.
Todo se estremeció, cayó y volcó, computadoras, impresoras, teléfonos, bolsos, sillas, nosotros mismos. La supervisora estaba comenzando a recobrar el conocimiento, pero siguió rodando de un lado a otro hasta que se golpeó la cabeza con la esquina del pie en una mesa caída y se desmayó nuevamente.
Sonó el teléfono, desenganché el cable, volvió a sonar, esta vez le cayó a Soraya que contestó “Buenas tardes, ¿eh? … Sí, tenemos un excelente catálogo de productos informáticos ideales para su empresa… ¿hola, hola?”. Se cortó la llamada y Soraya repitió “Hola”, miró el cable, se arrastró por el suelo para intentar recoger el ordenador caído, pero yo ya me había apurado y lo recogí antes, cerré la tapa y tiré del cable del auricular. “Nada de llamadas y ventas,” le dije.
Renata seguía de pie con el cuerpo en ristre, levantando la moqueta con las manos y balanceándola en ondas, no nos aguantábamos de pie, pero Evandro logró arrastrarse, revoloteando de un lado a otro. El jefe estaba paralizado de miedo, escondido como en una trinchera detrás de la mesa volcada, tratando de alcanzar su móvil para pedir ayuda, pero Evandro se anticipó y logró agarrar el teléfono y tirarlo por la ventana.
El ruido del vidrio de la ventana rompiéndose hizo que el jefe se diera cuenta de su realidad. Esta vez no iba a poder atrapar su disfraz de Batman y mucho menos ponérselo. La supervisora estaba completamente inconsciente tirada en el suelo con los brazos extendidos y la lengua colgando. Los demás estaban todos en cuclillas, asustados, pegados a la pared o escondidos detrás de las mesas y sin reaccionar. Yo golpeaba la cabeza de Soraya con la computadora para que ella dejara de trabajar y Renata, bueno Renata, con la cara tan roja como el pañuelo anudado al cuello, dejó de mover la moqueta por un segundo y miró directamente a los ojos del jefe:
– ¿Estás seguro de que estoy despedida?
– ¡No!
Rosana Carvalho Paiva, nacida en Salvador de Bahía en 1983. Ha realizado estudios doctorales y maestría en antropología. Vive en Barcelona, España, y también incursiona por la escrita literaria.