Literatura
Novela
junio 2022
Alrededor de los muertos
fragmento de “Los muertos no escriben” de Emilio Ramón
Rodrigo Esteban Lobo, como todos los días a esta hora, entraba al Café Comala con su cuaderno y su bolígrafo. Se sentaba donde siempre. La mesera le sonreía al verlo llegar y, sin preguntarle qué quería, mandaba a preparar un latte y una porción de galletas de avena. Lobo le sonreía de vuelta.
Era un día especial, pues terminaban tres cosas en su vida. Una: durante la mañana había pagado la última cuota del auto. Habían sido tres largos años pagando esa puta cuota de doscientos mil pesos —que lo había llevado a pagar casi el doble del valor del vehículo—, pero ahora ya era parte del pasado. Que el auto hubiera sido robado a los tres meses y sin tener seguro, era un tema del cual prefería no hablar. Ni siquiera recordarlo. Al principio había sido doloroso, pagar un auto sin apenas usarlo… Pero pronto decidió que no había nada que hacer y que la vida debía seguir adelante.
Lo segundo que terminaba ese día era su novela. El último capítulo estaba a medio escribir y solo faltaban unos cuantos párrafos que tenía en la cabeza, claros y afilados, y solo necesitaba pasarlos al papel. Había escrito esa maldita novela por cinco años, siempre sentado en la misma mesa del Café Comala, siempre con un latte y una porción de galletas de avena. Y bien sabía Rodrigo Esteban Lobo que una de las mejores sensaciones del mundo era poner un punto final. La tercera cosa importante que terminaba ese día era su vida, pero eso aún no lo sabía. Y probablemente nunca lo supo, dada la naturaleza del accidente que una hora y dos minutos más tarde le provocaría la muerte y mancharía de sangre los ventanales del Café Comala. Pero no nos adelantemos.
Lobo entraba esa mañana al café, ponía su cuaderno y su bolígrafo sobre la mesa y esperaba que llegara su pedido; mientras tanto, se fijaba en la mujer de la mesa del fondo. Era más o menos de su misma edad y tenía unos enormes ojos negros. Su expresión, eso sí, era más bien de preocupación. Rodrigo Esteban Lobo posó con insistencia sus ojos —a través de sus enormes gafas de vidrio grueso— en ella: tenía la teoría de que mirando algo con fuerza se podía conseguir la reciprocidad. Pero este no fue el caso. Y cuando llegó su café y su porción de galletas de avena le sonrió a la mesera, comentaron algo de la protesta de la noche anterior que había terminado con los carabineros apaleando a los manifestantes, y luego la vio alejarse hasta el mesón. Abrió el cuaderno e intentó concentrarse en el manuscrito. Empezó a cerrar, con la mano firme, lo que sería su primera novela, la que le daría el reconocimiento que durante tanto tiempo había planeado desde aquella mesa del café. Tomó tres tazas y dobló la porción de galletas, esperando quizás alguna circunstancia favorable para dirigirle la palabra a la mujer del fondo. Circunstancia que nunca llegó. Ella parecía perdida en sus pensamientos, hundida en alguna reflexión que parecía no ser tan agradable.
Excitado por haber terminado por fin el libro, decidió que no había nada más que hacer ahí. Afuera había comenzado a lloviznar y el viento movía los ramajes de manera amenazante. Eran los estertores de un invierno crudo que iba quedando atrás. Levantó la mano y pidió la cuenta. La mesera se la llevó de inmediato. Sonrieron mientras él buscaba en su billetera la paga y la generosa propina que siempre dejaba. Se despidió hasta mañana, aunque, ahora que había terminado el manuscrito, no tenía la certeza de volver al día siguiente. Acomodó sus gafas gruesas, se puso el abrigo y miró por última vez a la mujer de la otra mesa. No logró que ella hiciera lo mismo. Hizo una mueca de decepción y salió por fin del café. Se detuvo un metro más allá de la puerta y miró a ambos lados, como decidiendo hacia dónde dirigirse. Se arregló el cuello del abrigo. Y eso fue lo último que hizo en su perra vida.
Karina Valium sale de la oficina del abogado aturdida. Le tiemblan las piernas y la cabeza le da vueltas. Acaba de recibir la noticia de que ha heredado cincuenta millones de pesos. Un “pariente lejano”, que pidió explícitamente no revelar su identidad, se los dejó como herencia. Por más que insistió, no logró obtener información más que la causa de la muerte: suicidio. Una bala en la cabeza.
Necesitaba un café. Entró al primero que encontró, uno ubicado en la calle Puerto Féretro, en el primer piso de un edificio alto e imponente. Se acomodó en la mesa del fondo. Pidió un café y un pastel de chocolate. Y mientras esperaba, pensaba en el dinero, de dónde había salido, quién era ese pariente lejano que le dejaba una cantidad suficiente como para hacer un cambio importante en su vida. Hasta donde recordaba, no tenía más parientes que su tía recién muerta y su primo, ese flacuchento del cual apenas recordaba el nombre. Su padre y su madre estaban bajo tierra y nunca tuvo hermanos. ¿Acaso se trataba de “el demonio”? No, era imposible. Ese ser despreciable no podría haber hecho algo así por ella. Decidió no pensar más en ese hijo de perra. Le puso endulzante al café y lo llevó a sus labios. Se fijó en que un hombre que, tres mesas más allá, la miraba con insistencia. Era un tipo de apariencia extraña, un poco calvo y pelirrojo, con unas enormes gafas poto de botella y un abrigo color beige. ¿A quién se parecía? Karina bajó la vista; odiaba que la miraran con esa cara. Sin embargo, de vez en cuando le daba una mirada de reojo solo por curiosidad; lo encontraba parecido a algún famoso, pero no recordaba a quién.
¿Qué haría ahora con el dinero? ¿Ir de viaje?¿ ¿Comprar un vehículo?¿Financiar un estreno en grande de la editorial Perro Muerto? Con cincuenta millones podría comprar los derechos de la mayoría de los libros que hasta ahora solo eran una fantasía, un privilegio de las editoriales importantes ¿Qué tal funcionaría en Chile Jennifer Egan? Era cierto que aún no le entregaban el cheque, que había que mover papeles y hacer calzar todas las piezas de la burocracia, pero un día u otro recibiría una llamada para avisarle que fuera a buscar el dinero. Al levantar la vista, Karina Valium notó que el tipo extraño de la otra mesa seguía mirándola. Se puso nerviosa. ¿Estaba aquí cuando ella entró o llegó más tarde? ¿Quizás venía siguiéndola? El tipo escribía algo en un cuaderno y de vez en cuando miraba hacia afuera, luego volvía a girar los ojos hacia ella…
¡Ya lo tenía! Se parecía a Michael Caine en su juventud, con ese pelo rojizo y esos lentes exageradamente grandes. Sí, era Caine. Karina sonrió satisfecha por haber dado con el parecido; solía pasarle que encontraba rostros similares a otros, pero rara vez descifraba el enigma. Y pensaba en esto, cuando vio que el tipo levantaba el brazo para pedir la cuenta. Karina suspiró aliviada, el tipo la tenía nerviosa. Comenzó a arreglar las cosas en su cartera y pensó una vez más en ese dinero misterioso que venía a revolver su cotidianidad. Cuando el colorín de gafas gruesas se levantó de la silla y salió del café, lo vio pararse a un metro de la puerta, arreglarse el cuello del abrigo y mirar a ambos lados antes de que una masa enorme le cayera encima y lo reventara contra el pavimento.
Eso fue lo que vio: una masa enorme. Escuchó gritos desde la calle. A la mesera se le cayó una bandeja con tazas y platos que se reventaron en el piso. Los ventanales del Café Comala se cubrieron de sangre y otras sustancias que Karina no pudo distinguir. Desde todos los locales cercanos la gente comenzó a salir y a juntarse alrededor del siniestro espectáculo. Karina se levantó de su silla y logró ver que la masa enorme era una persona. Un hombre obeso. Muy obeso. Más parecía una ballena que un hombre. Y justo abajo de él se veían los brazos y las piernas del tipo que hasta unos segundos antes había estado sentado dos mesas más allá escribiendo y, sobre todo, mirándola. “¡Están muertos! ¡Están muertos!”, gritaba la gente y Karina no necesitó que nadie se lo comprobara. Se acercó a la caja, donde una mujer joven le cobró la cuenta sin prestarle mayor atención, pues sus ojos estaban clavados en ese par de cuerpos que dejaban salir litros de sangre oscura que se diluían y esparcían con la lluvia.
Al salir del café y pasar entre la pequeña multitud de improvisados espectadores, logró reconocer el rostro del obeso: era Creosote, el director de la revista web Nueva Literadura. Y sí, estaba muerto. Su cuerpo estaba aplastado en el suelo, extrañamente retorcido, y un charco de sangre cada vez mayor le rodeaba la cabeza, que parecía abierta en la mollera. Y el hombre bajo él también lo estaba, sin duda. Sus gafas gruesas estaban rotas y machadas de sangre. Un cuaderno abierto y un bolígrafo estaban tirados un par de metros más allá, y la tinta de las páginas comenzaba a correrse con la lluvia. Karina Valium sintió cómo las rodillas le flaqueaban y tuvo un momentáneo soplo de nausea. Luego se alejó caminando bajo la llovizna, pensando en que necesitaba urgente fumar un poco de marihuana, mientras más y más personas seguían juntándose alrededor de los muertos.
Emilio Ramón (Santiago, 1984) es escritor y editor. Ha publicado el libro de relatos Noches en la ciudad en 2017, reeditado para Argentina por la editorial Piloto de Tormenta en 2019; también es autor de la novela Labios Ardientes (2014) y del libro de crónica musical Disco Punk. Veinte postales de una discografía local (2020) junto a Ricardo Vargas. Los muertos no escriben es su novela más reciente.
Los Muertos No Escriben
Novela
258 páginas
Editorial Los Perros Románticos
Año: 2022