Literatura
Articulo/Poesía
Septiembre 2020
HAY UNA SOLA… OLA… OLA… Sobre El eco de mi madre, de Tamara Kamenszain
Por Gastón Bandes
El 19 de marzo de 2011, en el suplemento de “Cultura” de Los Andes publiqué un artículo sobre el entonces nuevo libro de Tamara Kamenszain, El eco de mi madre, editado por Bajo la Luna. La nota tenía por título “Todo sobre mi madre”, aunque en verdad me hubiera gustado que apareciera con el que lleva ahora aquí. Inhallable en red tras la borradura de gran cantidad de archivos por parte de ese diario mendocino, lo releo nueve años después gracias a que guardé el recorte en soporte papel (la versión digital original ha de yacer, junto a tantos otros ensayos perdidos, de seguro en algún cementerio de cpus o alguna cuenta de mail cuya clave olvidé para siempre) y lo rescribo así:
“No puedo narrar”, se nos advierte al principio y, sin embargo, este libro cuenta una historia como pocos, pues le da voz y escucha a la que fue y será la experiencia de muches: la enfermedad y la muerte de nuestras madres. “Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé”, suspiraba en el inaugural Los heraldos negros un apaleado César Vallejo, y así, con esos puntos suspensivos del más madrero de nuestros poetas, queda desde el epígrafe “dicho de entrada”, repitiéndose sin cesar, el eco de la perplejidad de toda lengua entrecortada por cada ola de dolor: ‘yo no sé… yo no sé… yo no sé…’”.
Reviendo la obra de Tamara, podemos decir que algunos poemarios suyos hicieron época: Los No (1977), muecas de teatro nō japonés para aguantar lo que la dictadura cívico-militar negaba; La casa grande (1986), abundancia neobarroca para el familión en democracia; Vida de living (1991) y Tango bar (1998), micromundos para poder oírnos en medio de la cháchara neoliberal; El ghetto (2003), donde la tradición se repliega hacia identidades en diáspora permanente; Solos y solas (2005), contactos ghosts entre las cada vez menos gongorinas soledades de internet.
También sus ensayos produjeron proliferantes formas de leer en varias generaciones hasta hoy. En El texto silencioso (1984) trazó, respecto de la capital Borges, un mapa inédito de “las provincias de la lengua” argentinas: Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Juanele Ortiz, Francisco Madariaga. En La edad de la poesía (1996), estudió latido a latido la “lírica terminal” de sus amigos neobarrocos que murieron cantando: Enrique Lihn, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, bajo el aura mágica de Lezama Lima. En Historias de amor (2000), reveló con humor cómo mutan, entre poesía y biografía, las relaciones elementales de parentesco: “la divorciada del modernismo” (Delmira Agostini), “la soltera como madre póstuma” (Alfonsina Storni) o “la que escribe viuda” (sor Juana, Olga Orozco y María Victoria Suárez), “el esposo judío” (José Kozer).
Prosa rítmica y precisa como versos, Tamara en sus ensayos da en el tímpano con una vibración que logra dar cuenta de lo que dice la poesía, como sucede en La boca del testimonio (2007) a partir de las obras post mortem de César Vallejo y Alejandra Pizarnik. Cercana a la subversiva “generación Literal” de los ‘70 y al neobarroco furioso de los ‘80 y ’90, llegará al siglo XXI leyendo como pocxs las propuestas profanatorias de las nuevas estéticas: lo demostró en su controvertido ensayo “Testimoniar sin metáfora” (2007) en relación a ciertos poetas íconos de la camada crisis-2001 argentina, Washington Cucurto, Roberta Iannamico y Martín Gambarotta, y que sirvió nada menos que de disparador inicial del ya clásico Literaturas postautónomas, de Josefina Ludmer.
Una novela que comienza
La primera parte de El eco… trata del alzheimer de “mi vieja”, esa suerte de muerte de la memoria y la comunicación, donde “vienen y van nuestros pasados compartidos / van y vienen nuestros futuros distanciándose”, y el cambio de rol madre-hija oscila entre un “dejarla decrecer chiquita entre mis brazos” hasta los “comé vestite dormí caminá sentate” que operan como un “minimalismo que habrá de reprogramar mañana”. Así, “la hija que crece sin remedio” asiste a un fenómeno donde lo propio y lo ajeno pierden sus bordes: la disociación entre las palabras y las cosas, más desesperante al tornarse nebulosa de nombres y caras (“desde la cabecera de la cama doble la interrogan dos retratos /…/ es tu mamá es tu papá / ¿te acordás cómo se llamaban?”), abre –pero sin dejarnos pasar- “lo que hace rato traspuso sin retorno / las puertas de lo familiar”.
Y es que, como las de Macedonio, esta especie de novela “desmadrada” empieza siempre mañana, o sea al final, cuando el tipeo comienza a prometerla (“El cuaderno se sube a la pantalla”) y unos versos en borrador testimonian ya las condiciones de una escritura urgente, móvil, cotidiana: “mi interlocutor me busca / quiere saber si hoy / su teclado puede alcanzarme”. Y de ese “limbo que día a día la repite”, son testigos “nuestra protagonista”, “mi hermana” (“con quien la perplejidad de ser hijas resultó / siempre una aventura compartida”) y otras voces femeninas “metidas dentro de la mamuschka”.
Hacia 1983, en su “Bordado y costura del texto”, ensayo-programa pionero en la teoría literaria con perspectiva de género en Argentina, decía que, durante milenios, “una susurrante plática de mujeres fue creando una cadena irrompible de sabiduría por transmisión oral, que nunca quedó recogida en libros”. De ahí que, en 2011, la “yo” de El eco… converse con otros textos de escritoras de nuestra América que también han testimoniado sobre madres, padres o amigues “rehenes del Alzheimer”, la vejez o la demencia. Si de hecho La casa grande o Vida de living ubicaban la escritura en el ámbito de lo doméstico (el pulido del estilo, el remiendo de la trama o el barrido de la ideología ¿no son metáforas atoradas en la bombilla de los autores varones al mostrarnos la cocina de sus textos?), es porque “de la madre se aprende a escribir”, gracias a ese plácido cuchicheo hogareño. Por ello, mientras leemos El eco…, pareciera que participáramos, entre acentos latinos varios provenientes de los epígrafes, de una charla de vecinas en un patio porteño: la chilena Diamela Eltit, la mexicana Coral Bracho y las argentinas Sylvia Molloy y Lucia Laragione, contando cada una su historia personal y sin perderle el hilo a la novela, “como las hermanas Brontë imaginadas por Virginia Woolf, en medio de la sala de estar”, mate viene, mate va.
Sombras suele vestir
Anunciada por el “¡Ya se fue! ¡Ya se fue!” de la torcaza de Olga Orozco, en la segunda parte se busca ya “un idioma para hablar con los muertos”, un “espiritismo” que concierne, en poesía, a las relaciones entre habla y silencio, representación y ausencia. Tamara sopesa con distanciamiento irónico algunas opciones de las viejas vanguardias para conectar con el más allá. Por ejemplo, a la “grandulona con pánico”, la madre muerta se le aparecerá muda en un sueño, ese lugar privilegiado por el surrealismo y el psicoanálisis para buscar “indicios de letra viva”. Pero curada de espanto, constata lo que Góngora y Freud aprendieron a los porrazos: “nadie parece hablar en ese teatro armado sobre viento” (aunque mañana posiblemente algo creeremos haber escuchado).
En la tercera sección (los poemarios de Tamara suelen ser tripartitos), “El libro cortado”, se nos cuenta cómo, de cierta manera, ya se había acompañado a esa madre-protagonista “a morir una vez”, rememorando a un hermano que murió muy pequeño cuando esa niña que ahora aquí dice “yo” empezaba a aprender a leer. De ese modo traza de nuevo con tiza el círculo donde atesora una práctica oral que guio siempre su escritura: la tradición judía del Talmud, esa “casa oculta de la lengua” que –con palotes lo garabateó en aquel siempre vigente El texto silencioso– “hace las veces de una gran madre callada que en su cocina tamiza la grumosa materia gramatical, con el fin de preservarla”.
Post-scriptum 2020
Casi un to be continued, así terminaba El eco…: “[…] a lo mejor / …quién te dice… / mañana empiezo una novela”. Y luego vendría, justamente, La novela de la poesía, largo y conmovedor canto de experiencia que, con su pregunta-ritornello sobre qué es “hablar de la muerte”, a su vez daría el título para su “poesía reunida” hasta el 2012 que editó Adriana Hidalgo. Tiempo después, tras un pícaro “pase” psi e intratextual en El libro de los divanes (2014) y un análisis de ciertes poetas y novelistas contemporánees que, según ella, “escriben con lo que hay” (Una intimidad inofensiva, 2016), en 2018 apareció por fin lo que podría concebirse como una novela de género fluido, un relato mutante entre la autobiografía y el análisis textual inmanente (a la manera de los formalistas rusos): El libro de Tamar, donde a partir de un viejo poema anagramático que alguna vez su ex-marido, el también autor culto y ya fallecido Héctor Libertella, le deslizó bajo la puerta, propone, sobre la sutura sinuosa de lo privado y lo público, una exégesis de los pliegues multisensoriales de la letra en tándem con una lúcida mirada sobre buena parte de la historia reciente de nuestro campo literario (“porque nací en una generación”), a veces a través de los avatares afectivo-intelectuales de otros célebres talleres matrimoniales: Sylvia Plath y Ted Hughes, Julia Kristeva y Philippe Sollers, Josefina Ludmer y Ricardo Piglia.
Si en las voces populares del tango y el refrán, o en la asociación libre del psicoanálisis o el chat, suele hallarse inesperado material poético, al bordar esos fragmentos con la espumosa memoria de la cultura escrita, entonces el poema resultante suele sin querer aparecer en la cartera o el morral: ¿un recuerdo de mamá? (¿y es verdad que hay una sola?). En medio de la pandemia, con tanto corte de flujos de seres y cosas, no ha sido posible aún que llegue hasta Mendoza el último libro de esta autora que, al parecer, no hay quien la pare: Libros chiquitos (2020), editado por Ampersand, desde ya no invita a abrirlo ni en pdf ni en google books. Por el contrario, convida a esperar acobijarse en el reflujo de su lectura junto a esos íntimos objetos de amor a los que alude y que, como una ola… ola… ola…, no dejan de recordar esos mismos que Tamara cada tanto nos suele dar.
Gastón O. Bandes
Agosto de 2020
Gastón O. Bandes (Mendoza, 1977) publicó “Misiones” (Carbónico, 2010), “El guanaco” (Babeuf, 2015), “Tratado de Melancolía” (2020), y artículos y ensayos para distintos medios de su provincia; co-editó también las antologías “13” (Protocultura, 2005) y “Desertikón” (Eloísa Cartonera, 2009). Es docente, organiza ciclos de lecturas y talleres y ha participado en algunas performances. Desde 2020, gestiona la editorial Laboratorio Oscuro.